Viajes relámpagos por Europa: Dinamarca, del pollo de Hamlet

Enrqiue Jardiel Poncela

El Libro del Convaleciente

COPENHAGUE

A Copenhague, que creo que es la capital de Dinamarca, se puede llegar en tren, en avión, en barco, a pie y nadando. También se puede llegar saltando a la pata coja. Yo he llegado hecho cisco.

De primera intención se nota que en esta ciudad hay demasiadas torres; a derecha, a izquierda, de frente, de espaldas, el viajero no ve más que torres. Todos los edificios acaban en punta, como si quisieran (¡ allá va!), como si quisieran besar las azules nubes que esmaltan el firmamento.

Porque el cielo de Copenhague es un cielo de un azul, que ríanse ustedes del cielo de Madrid—¡ja, ja, ja!—, y ríanse ustedes del cielo de Córdoba—¡ja, ja, já!—, y ríanse ustedes del cielo de Sevilla—¡ja, ja, ja!

—Gracias.

Decía que el cielo de Conpenhague es de un azul que monda con navaja.

Al llegar a la ciudad, lo primero que he hecho ha sido dirigirme a la plaza del Radhus (la Puerta del Sol de Copenhague), y que es una plaza que tiene más movimiento que un tercer acto de vaudevüle.

Allí, el que quiera verlo, puede ver gratis (por fuera) el edificio del Ayuntamiento, que es una mezcla arquitectónica de románico y muzárabe. Y entrando en el interior se puede conocer al alcalde, que es un niño gótico.

Sin moverse del Radhus, puede distinguir el viajero dos hoteles, una casa de Banca y la Catedral. También puede distinguir a algún amigo, si tiene amigos en Copenhague y da la casualidad de que pasen por allí. Y si el amigo pasa y el viajero no lo distingue, es que no hay entre ellos gran afecto.

LAS BICICLETAS

En Copenhague casi todo el mundo va en bicicleta. Es un espectáculo curioso ver desfilar por el Strog a la multitud danesa pedaleando con fervor. Hombres, mujeres, niños, toda clase de personas—incluidas las cocineras—andan en bicicleta por Copenhague. A las puertas de los cafés y de los teatros, las bicicletas se amontonan, y la pregunta clásica de Copenhague, en lugar de ser: «¿Me da usted lumbre?», es: «¿Me da usted un parche, que he tenido un pinchazo?»

LOS PERROS DANESES

Al saber que a los nacionales de Dinamarca se les llama daneses, he intentado comprar un perro danés, tan famosos en el globo, antes y después de elevarse.

Pero en Copenhague uo he visto ni un solo perro.

Sin duda, han fallecido, agotados, al intentar correr detrás de todas las bicicletas que pasan por las calles.

EL BOSQUE

Cuando me he hartado, un tranvía me ha conducido al bosque de Dyrehave, lugar pintoresco, poblado de hayas.

El bosque de Dyrehave es casi igual a la Dehesa de la Villa, y me he ido de allí, a toda prisa, en la bicicleta del ministro de la Guerra, que se hallaba en el bosque escribiendo sonetos.

EL PUEBLO DANÉS

El carácter danés es tranquilo como la casa de una anciana rentista.

El pueblo va mucho al parque de El Tívoli, y allí las gentes bajan por el tobogán, suben a la montaña rusa, entran en la gruta misteriosa… En fin; todo igual que en las ferias de Ciudad Real.

Las mujeres de Dinamarca son tímidas y eminentemente sosas. Cuando arrojan pelotas, en el pim-pam-pum, por ejemplo, lo hacen con la misma actitud que emplearían para envolver rosquillas de hojaldre.

EL CASTILLO DE HAMLET Y SU ESPECTRO

Estar en Dinamarca y no visitar el castillo de Hamlet, sería absurdo como rellenar de confetti dos mil tubos de sindetikón.

He ido, pues, a Helsingor, donde se halla el castillo Kron-borg. Aquí colocó Shakespeare la acción de su famosa tragedia. Experimento la misma emoción que cuando—de niño—veía entrar en mi alcoba al peluquero, con el propósito de derribar mi melena merovingia.

Varios visitantes del castillo lo recorren de punta a punta, desde la Flagbalterié hasta las habitaciones de Carolina Matilde. Y todos acaban diciendo que han visto en un pasillo el espectro de Hamlet. ¡Estos turistas son idiotas!

Yo me subo a la torre del campanil, miro hacia el mar, enciendo un cigarrillo y pienso en lo inglés que era Shakespeare.

Al abandonar el castillo de Kronborg me ocurre una cosa espantable.

En el salón en que se alza la estatua del dramaturgo glorio-soi me encuentro con el espectro de Hamlet.
Es él, sí… Avanza lento, bajo sus vestiduras negras; cruza el salón; desaparece, llevando la calavera famosa en un bolsillo del chaleco.

— ¡Dios mío!—voy a gritar; pero Hamlet vuelve a aparecer.

Ahora lleva la calavera debajo del brazo, y se dirige a mí:

—¿Le ha gustado?—me dice—. Estoy aquí, haciendo de Hamlet, para dar carácter al castillo. No les cobro cantidad fija a los turistas por mi trabajo. Así es que el señor puede darme lo que buenamente pueda.

Le entrego unas monedas y salgo del castillo con el cerebro hirviente.

Ahora me explico por qué todos decían que habían visto a Hamlet…

Esta noche mismo me iré a España.

Fuente: El Libro del Convaleciente (inyeciones de alegría para hospitales y sanatorios)

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