Ana María Iglesias Botrán, Universidad de Valladolid
El Palacio de Versalles olía a orín, por mucho que durante los siglos XVII y XVIII fuera centro de ostentación y poder, y que los tres reyes que lo habitaron, Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, hicieran de él un hogar de lujo donde se desarrolló la historia de la monarquía francesa.
Algo olía mal en Versalles: así lo detalla Georges Vigarello en su libro Lo limpio y lo sucio. La higiene del cuerpo desde la Edad Media, y así lo muestra también el documental disponible en el canal Arte sobre la higiene a través de los tiempos.
Vigarello dice que cada época tiene la sensación de que es la más limpia, pero la mirada desde el siglo XXI nos puede parecer cuanto menos sorprendente.
Miedo al agua
La mortífera epidemia de peste generó mucho miedo al agua. En Francia, en los siglos XVII y XVIII el contacto con el agua se consideraba peligroso y no se usaba en ningún caso caliente para lavarse. Pensaban que los poros abiertos podían dejar entrar enfermedades y que los baños provocaban pérdida de fuerza vital, abortos e infertilidad. Sin embargo, sí se creía que podría tener propiedades curativas para determinados males.
El lavado corporal era en seco, y el de los reyes y reinas, público. Por la mañana, lo primero que hacían tras levantarse era enjuagarse las manos con agua ante un selecto grupo de nobles. Era el único contacto con el agua ya que la higiene corporal se hacía frotando el cuerpo con telas de algodón perfumadas.
La limpieza del cuerpo no era importante, pero sí la de la ropa interior. De hecho, se la cambiaban varias veces al día. La lencería tanto de hombres como de mujeres era una especie de camisón holgado. Estas prendas eran muy caras y, por lo tanto, una forma de mostrar el estatus social y económico. Por eso se dejaban a la vista los lujosos encajes en los puños y en los cuellos. Tal era su valor, que hasta se inventariaba en los testamentos.
El pelo tampoco se lavaba con agua. Con suerte, sólo tenían piojos a veces. Existía un champú seco, y para evitar olores el pelo se empolvaba, lo que provocaba la caída prematura del cabello. Una razón de peso para ponerse de moda las pelucas, que a menudo provocaban dolores y molestias en la nuca.
Orina para el mal aliento
Los dientes de la mayoría estaban sucios y con caries. Eso quien tuviera la suerte de conservar la dentadura, ya que solían tener las bocas con infecciones de encías, y pérdidas de piezas dentales. De ahí que en casi todos los retratos aparezcan con la boca cerrada y sin casi sonreír.
Para limpiar los dientes se frotaban con un saquito de tela relleno de polvo de mármol y algunas raíces. Para disimular el mal aliento se masticaba tabaco o hierbas aromáticas. En algunos casos, los enjuagues bucales se hacían con orina.
Maquillaje de plomo
Había que cubrir los poros y mostrar la cara lo más blanca posible. Un rostro puro significaba tener un alma pura, y para ello no había que tener ni cicatrices ni granos. También era signo de clase social, para diferenciarse de la plebe: estar moreno indicaba que trabajabas y que no pertenecías a la aristocracia.
Para conseguir esta blancura se aplicaban lo que se llamaba el blanc de céruse: unos polvos blancos de plomo. Eran pigmentantes pero también tóxicos y muy astringentes. Secaban intensamente la piel, lo que provocaba envejecimiento prematuro y hasta enfermedades graves en los ojos, en el pecho y en los pulmones.
Para darle gracia y elegancia se pegaban lunares de tafetán, se llamaban mouches (moscas). Se ponían encima de las imperfecciones o las marcas de la viruela. Cada lugar del rostro tenía un significado y se empleaba como juego de seducción. Los labios y las mejillas se pintaban de rojo intenso, dando en conjunto un aspecto teatral e irreal.
Dime a qué hueles y te diré de qué clase social eres
El perfume disimulaba los olores corporales indeseados. También se consideraban un agente purificador; los perfumistas casi eran curanderos cuyas creaciones podían ahuyentar los males y curar enfermedades. Era, por supuesto, un signo de rango social y había un perfume para cada estamento.
En general, se usaba el perfume de las flores de cada estación. El favorito de la amante de Luis XIV, Madame de Montespan, era el de flor de naranjo.
La reina Maria Antonieta tenía uno creado para especialmente ella: el perfume de mil flores, la máxima expresión del lujo al estar realizado con flores de todas las estaciones.
Se cuenta que Madame de Montespan se ponían mucho perfume, y que el rey Luis XIV no lo soportaba. Al rey, un dentista le había dejado si paladar por accidente en una intervención. A los 50 años no tenía dientes, lucía una boca de anciano y padecía de una gran sensibilidad a los olores. Se mareaba con el perfume de Montespan y le rogaba que dejara de usar aromas tan intensos. Pero ella no le hizo caso y nunca dejó de perfumarse; se dice que esta podría ser una de las razones por las que el rey la abandonó.
Orinar: paredes y palanganas
Pero por mucho que perfumaran y se llamara la cour parfumée (la corte perfumada), Versalles atufaba a orines.
El rey tenía su famosa chaise percée (un váter, vaya) y había también de este tipo instalados en los apartamentos de la nobleza. Pero el palacio es enorme y a veces no había tiempo para llegar. Además, allí vivían unas cuatro mil personas y era transitado por otras cientos a diario, de modo que los hombres orinaban donde podían, normalmente en las paredes de los patios.
Las mujeres solían llevar consigo una palangana, a veces escondida en un falso libro titulado “Voyage au Pays Bas” (Viaje a los Países Bajos), y cuando lo necesitaban, se levantaban la falda, orinaban en el recipiente y lo tiraban ahí donde estuvieran.
Había una legión de limpiadores, que trabajaban incansablemente, pero era insuficiente para que los efluvios pudieran ser disipados totalmente: Versalles olía a orines. Por eso llevaban siempre consigo un botecito con hierbas aromáticas, que inhalaban al pasar por ciertas zonas pestilentes del palacio.
Las bañeras de Maria Antonieta a la moda
Las bañeras eran un mobiliario poco frecuente y poco utilizado. Sin embargo, Luis XIV regaló a Madame de Montespan un lujoso apartamento de baños en la planta baja del palacio. Tenía 5 salas y una de las tres bañeras era octogonal, de tres metros de diámetro y uno de profundidad, realizada en una sola pieza de mármol rojo de Flandes. Cabían varias personas, por lo que sus fines eran quizá más eróticos que higiénicos.
Las obras para mejorar el estado sanitario de París contribuyeron al acceso al agua limpia. La reina Maria Antonieta se hizo instalar entonces en una habitación del palacio dos bañeras, una para lavarse y otra para aclararse; con una cama para descansar del perturbador trance del paso por el agua. En su palacete el Petit Trianon, también tenía una sala de baños. La reina interviene por lo tanto en el auge de las ventas de bañeras en la década de los sesenta del siglo XVIII, y contribuye a la difusión de práctica del baño entre la nobleza y la burguesía.
Sin embargo, no fue hasta finales del siglo XVIII cuando lavarse con agua comienza a considerarse necesario para la salud, y sólo a principios del siglo XIX se generaliza en París el acceso y uso del agua limpia.
Ana María Iglesias Botrán, Profesora del Departamento de Filología Francesa en la Facultad de Filosofía y Letras. Doctora especialista en estudios culturales franceses y Análisis del Discurso, Universidad de Valladolid
This article is republished from The Conversation under a Creative Commons license. Read the original article.