Una lectura socialdemócrata de la crisis boliviana 2019-2020

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

El año transcurrido en Bolivia desde las frustradas elecciones de 2019 hasta los comicios de 2020 puede describirse como una sucesión de considerables sorpresas. Fue sorprendente el mantenimiento de una cierta estabilidad política tras los traumáticos sucesos que siguieron a la renuncia forzada del presidente Evo Morales. El premio nacional de periodismo 2017, Juan Cristóbal Soruco, pensando en la posibilidad de una transición democrática virtuosa, saludaba así la llegada del nuevo año: “¡Bendito 2020!”. Nadie podía imaginar que sólo dos meses más tarde este año viera llegar una calamidad tan pavorosa como la provocada por la pandemia de la COVID-19. Y, retrasadas varias veces, las elecciones del pasado 20-OCT, han mostrado otra sorpresa mayúscula: contra todas las encuestas que indicaban que se iría a una segunda vuelta, el MAS ganó los comicios sobradamente en la primera votación.

Antecedentes de la crisis

Si las elecciones del 2020 son consecuencia del conflicto sucedido el año anterior, existe amplia coincidencia acerca de que la crisis de octubre del 2019 tiene su origen cuatro años antes, cuando en febrero de 2016, Morales perdió el plebiscito que había convocado para superar la restricción constitucional de postular al cargo de presidente por tercera vez. Pero esa derrota plebiscitaria era sólo la expresión de una grieta sociopolítica mucho más profunda: reflejaba el agotamiento del Pacto de Unidad, la alianza entre el movimiento campesino, las organizaciones indígenas y los sectores medios atraídos por la propuesta izquierdista del MAS, que había constituido la base de sustentación del poder de Evo Morales desde 2005.

El primer conflicto se produjo entre los sindicatos cocaleros y las organizaciones indígenas sobre el uso de la tierra. Quizás su expresión más clara fuera la marcha indígena en 2011 por la protección del parque protegido (el TIPNIS) y el desarrollo de una oposición creciente en el seno de las principales organizaciones históricas indígenas (CIDOB y CONAMAC). La reacción de Morales fue drástica: acusadas de traidoras, sus sedes principales fueron intervenidas por las fuerzas de seguridad.

También las clases medias urbanas empezaban a tomar distancia del MAS, sobre todo en el ámbito municipal. La pérdida en las elecciones locales de los principales núcleos urbanos y, en especial, el simbólico núcleo del Alto, incrementaron las reacciones violentas de los partidarios de Morales. Estaba desarrollándose así la “nueva oposición”, que se sumaba a la “vieja oposición” de sectores políticamente diversos. Y aunque esa dispersa oposición (vieja y nueva) no fuera capaz de articularse como alternativa, mostró su amplitud al derrotar a Morales en el plebiscito convocado por el propio mandatario.

Llegó así la erosión de la legitimidad del régimen. En una primera fase, la integración cultural y la redistribución económica habían sido los pilares firmes de su apoyo, pero en los últimos años este se basaba progresivamente en una combinación de rigidez autoritaria y clientelismo. Algo que se reflejaba en la disminución de su cauce electoral. Pero fue el desconocimiento de los resultados del referéndum lo que amplió y profundizó la contestación al régimen liderado por Morales.

Por otra parte, la coyuntura económica había cambiado. En 2016 ya era palpable que las bases del modelo económico comenzaban a fragilizarse con el agotamiento del boom de las materias primas en el mercado mundial. Hasta ese momento el modelo rentista/extractivista había funcionado bien y, a diferencia de su colega ecuatoriano, el equipo económico de Morales se había cuidado de no romper los equilibrios macroeconómicos. Pero, con la disminución de los ingresos nacionales, los presupuestos tuvieron que sufrir recortes sensibles. Desde 2017 comenzó a afectar a los más pobres: la pobreza se estancó en el 36% y la extrema pobreza pasó del 15% al 17%.

La campaña electoral para las elecciones presidenciales del 2019 fue particularmente violenta. Las fuerzas de choque del MAS se enfrentaban ahora a contingentes de mineros, indígenas y estudiantes. Pero además aparecía la expresión boliviana de un fenómeno que recorre América Latina: la irrupción en la política de las iglesias evangélicas. Los líderes de esta fuerza, como Carlos Sánchez o Fernando Camacho, se vanaglorian de combinar la fe con la acción callejera. Como es conocido, la paralización del recuento de los sufragios tras el 20-O, cuando la oposición, encabezada por el reformista Mesa, acariciaba la posibilidad de ir a una segunda vuelta, reavivó la memoria del fraude sucedido con el referéndum. Y el rechazo de Morales al informe de la OEA, que él mismo había solicitado, impulsó a la clase media a secundar las movilizaciones contra Morales. Pero fue la rebelión de la policía frente al gobierno, lo que mostró el verdadero estado de la correlación de fuerzas.

Los acontecimientos se precipitaron: el informe de la OEA recomendaba la repetición de los comicios y a esa idea se adhirió el Gobierno de Morales como último recurso; pero la oposición ya no quería negociar, se hacía eco del grito en las calles, pidiendo la salida de Evo. Se podía ir a unas nuevas elecciones, pero sin Morales como candidato. Algo inaceptable para el presidente. Y en medio de esa tensión la cúpula militar apareció en el escenario sugiriendo al mandatario que diera un paso al costado. Morales hizo caso y renunció formalmente al cargo. No era un golpe violento, pero sí lo que se conoce como un pronunciamiento militar. Una ruptura institucional en todo caso. Pero el mantenimiento de los rencores no auguraba una recomposición de la vida política en el corto plazo.

Durante el crítico 2020

Vista retrospectivamente, la táctica de Morales y García Linera de pedir a todos los responsables institucionales del MAS que renunciaran a su cargo o no ejercieran sus funciones, se convirtió en un regalo envenenado para la oposición. La intención era crear un vacío de poder de corte caótico. Pero la respuesta de la oposición fue buscar una salida institucional y la encontró en el cargo más elevado que tenían en el Senado, Jeanina Añez. E inopinadamente, el Tribunal Constitucional, que se había plegado regularmente al presidente Morales, avaló ahora la posición de Añez, quien anunció que su mandato interino solo tiene un objetivo: convocar elecciones. Los enfrentamientos civiles todavía no habían desaparecido del todo, cuando la nueva mandataria cayó en una estrategia peligrosa: presionada por los sectores más duros, tanto civiles como militares, buscó crear unas condiciones en que su victoria electoral estuviera asegurada. Por ello no convocó de inmediato los comicios.

Y cuando parecía que avanzaba la convocatoria electoral, llegó al país la pandemia del Covid-19. El Gobierno de Añez creyó que eso le permitía postergar la convocatoria prometida de las elecciones para el 3 de mayo. Y se metió de un salto en una trampa para elefantes. La crisis sanitaria y su secuela socioeconómica cambiaron las condiciones políticas. La caída del PIB en un 9% y el aumento de la pobreza en más de diez puntos, volvió la mirada del malestar social hacia la gestión del gobierno interino. Ello tuvo, además, un efecto negativo para la oposición, que comenzó a tomar distancia de la mandataria, acentuando un problema endémico manifestado en todo el período de Morales: la división de las fuerzas opositoras (algo que también sucede ante otros regímenes populistas: Venezuela o Nicaragua).

Pese a ese empeoramiento progresivo, el gobierno de Añez apostó por postergar las elecciones, con la consiguiente acumulación de los efectos económicos de la crisis. No obstante, cuando finalmente se hizo la convocatoria para el 20 de octubre, las encuestas coincidían en vaticinar que el país iría a una segunda vuelta, siempre entre el candidato del MAS, Luis Arce, y el partido reformista Comunidad Ciudadana, de Carlos Mesa.

Los resultados electorales han dicho otra cosa: la victoria del candidato del MAS, superando el 55%, le han dado la presidencia en la primera vuelta. Este sorprendente resultado, respecto de las encuestas previas, tiene una explicación según varios observadores bolivianos: la enorme cantidad de voto oculto, no tanto en las ciudades como sobre todo entre la población rural. Los partidarios de Evo Morales argumentan que esos resultados ponen en cuestión la presunción de fraude que señaló la OEA en los comicios de 2019. Pero las cifras no respaldan esa presunción. Como ha señalado Mesa, en estas elecciones su candidatura ha perdido en torno al 15% de su propio cauce electoral. Es perfectamente posible que en 2019 el sentido del voto se orientara contra Evo Morales y ahora lo haya hecho contra el gobierno de Añez y sus aliados.

Después de la victoria de Arce

El escenario después de la batalla electoral sigue siendo complicado. El país continúa dividido prácticamente por la mitad: de un lado el electorado que apoya el MAS y del otro una oposición dividida, que, sin embargo, sigue convergiendo en su rechazo del MAS. Asimismo, la distribución espacial del voto no es particularmente favorable al partido ganador. El MAS ha obtenido una importante victoria en las zonas rurales, pero pierde en las principales ciudades: Mesa ganó en La Paz, con el 51,46%; Trinidad, 47,34%; Sucre, 61,34%; Potosí, 69,46%; y Tarija, 58,4%. Creemos mantiene Santa Cruz, con 51,5%. El MAS sólo consigue la victoria en Cochabamba, con 49,3%, Cobija, 39,3% y Oruro, con 52,3%. Todo indica que las clases medias urbanas siguen contrarias al MAS.

Sobre la base de estos resultados, Comunidad Ciudadana, ha decidido comenzar a preparar las elecciones subnacionales, que tendrán lugar a principios del próximo año. Por otra parte, el MAS ha perdido los dos tercios de la Asamblea de Diputados, lo que le obligará a negociar el nombramiento de autoridades y las reformas normativas de calado. Todo parece indicar que Arce tendrá una situación institucional poco confortable.

En todo caso, la mayor amenaza sigue procediendo de la crisis sanitaria y económica provocada por la pandemia. La caída del PIB continuará produciéndose hasta alcanzar el 12% del PIB cuando acabe el año. El aumento de la pobreza también crecerá hasta aproximarse a la mitad de la población. Disparar el gasto no parece fácil porque el país necesita equilibrar sus finanzas, pero los efectos de la pandemia se lo impedirán a corto plazo. Por lo tanto, se requiere con urgencia lograr el acceso a recursos externos para enfrentar la crisis sanitaria y económica. Es decir, un panorama muy distinto del existente cuando Arce conducía la economía hace unos años. Es posible que la necesidad de pactos con la oposición sea imprescindible.

Pero su margen de maniobra interno tampoco en muy amplio. Los sectores duros del MAS, partidarios del regreso a corto plazo de Morales y García Linera, no facilitarán las cosas. Luis Arce se pasó toda la campaña electoral tratando de demostrar que no es Evo Morales y ahora ha dejado claro que no piensa incorporar a Evo en su administración. “Primero estará muy ocupado en defenderse de la cantidad de causas judiciales en su contra”, ha manifestado públicamente. Y lo cierto es que Evo enfrenta bastantes de orden político, pero también algunas privadas un tanto espinosas.

Un observador boliviano se preguntaba si Arce seguirá el modelo ecuatoriano, que ha mostrado la ruptura del delfín con su antecesor, o bien el modelo venezolano, donde Maduro sigue la estela de Chaves. Pero podría suceder que se diera en Bolivia una tercera fórmula, marcada por el mantenimiento de la distancia con su predecesor, pero sin llegar a la ruptura. Un modelo de difícil ejecución. Sobre todo, teniendo por delante los efectos sanitarios y económicos de una pandemia cuya duración es muy difícil de calcular.

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