Una fascinante visita a la selva mexicana del gringo loco

Por Florian Sanktjohanser (dpa)

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Rafting en las aguas verdes de la Huasteca Potosina. Foto: huaxteca.com/dpa

México siempre será un fascinante destino turístico, especialmente cuando dejen de regir las advertencias de viajes lanzadas por algunos países debido a la pandemia de coronavirus. Un sitio particularmente encantador es el Jardín Escultórico Las Pozas, enclavado en la Huasteca Potosina.

El excéntrico y acaudalado británico Edward James, mecenas del movimiento surrealista, eligió sabiamente el lugar para su casa-torre, con vistas a una catarata y a las montañas de la selva.

En los planos, su refugio en la selva mexicana debía contar con ocho pisos y el último piso iba a estar coronado por una cúpula de vidrio, para que James por las noches pudiera ver las estrellas desde su cama. Ese sueño nunca se hizo realidad.

La casa-torre quedó sin terminar, así como la mayoría de las tres docenas de construcciones en el Jardín Escultórico Las Pozas. De todas maneras, incluso el edificio en ruinas resulta mágico.

Las bromelias proliferan entre las columnas mientras una mariposa morfo azul andina revolotea entre los arcos góticos puntiagudos.

Este jardín mágico en la apartada localidad montañosa de Xilitla, en San Luis Potosí, es famoso en México. Al igual que las cataratas turquesas y ríos de la región, que se convierten en escenario propicio para el rafting, barranquismo y surf de remo.

Un reino de cuento de hadas

La zona se encuentra apartada de las rutas turísticas habituales y es poco conocida en otros países. Tampoco Edward James probablemente había escuchado hablar jamás de la Huasteca hasta que su amigo Plutarco Gastélum lo condujera hasta allí.

James nació en 1907 en Escocia como hijo único de un magnate del ferrocarril y de minas de cobre. Su padrino de bautismo fue el rey Eduardo VII.

Estudió literatura en Oxford y se interesó por el arte. Cuando tenía 21 años, falleció su madre y James heredó cientos de millones de libras. Con su patrimonio brindó apoyo a artistas surrealistas como Salvador Dalí y René Magritte.

Sin embargo, no logró alcanzar el reconocimiento como poeta. Con amargura, huyó de Inglaterra tras una difícil separación y se abocó a la búsqueda de su «Seclusia», un reino de los cuentos del que había soñado de niño.

Y lo encontró durante un «roadtrip» a través de México. En 1947 compró una vieja plantación de café y comenzó a cultivar orquídeas y mariposas.

Miles y miles de flores florecieron en la selva tropical, hasta que se produjo una helada sin precedentes que las destruyó. Para que esto no volviera a suceder, mandó construir flores de hormigón.

Una caminata de ensueño por el jardín enigmático

La abundancia de formas y la gran escala del proyecto aun abruma hoy en día. Se puede pasear durante horas a lo largo de escaleras que se bifurcan, a través de bóvedas abiertas y enrejados de columnas de filigrana, sobre puentes y escaleras de caracol que a veces conducen a las terrazas de los tejados y a veces a las nubes.

Durante más de 30 años trabajaron albañiles, carpinteros y picapedreros. Muchos de ellos eran indígenas otomí, que pensaban que James simplemente era un gringo loco. La construcción se detuvo en 1984, año en el que falleció Edward James. No fue sino hasta 1991 que el jardín abrió sus puertas al público.

Agua salvaje y turquesa

El turismo de aventura sigue floreciendo de forma incesante en la Huasteca Potosina. Actualmente, en los días de mayor actividad, hasta 100 barcos navegan por el río Tampaón.

Los minerales colorean el río de color turquesa pero la pared de roca demuestra la fuerza bruta con la que el agua puede llegar a embravecerse.

«Tenemos 13 rápidos por delante», advierte Steve Meléndez. Este hombre de unos 35 años maneja botes de goma por el Tampaón desde hace los 17 años y solamente unos pocos conocen mejor las rocas y los remolinos.

Señala que el rápido más peligroso es Ruleta, una cascada de metro y medio con un rodillo de agua detrás. «Ahí es donde algunos barcos se voltean».

Involuntariamente… al agua

Al principio el bote se desliza suavemente y se puede ver con tranquilidad el desfiladero de hasta 40 metros de profundidad. Los líquenes cuelgan de los árboles y las mariposas de colores revolotean por los alrededores.

Pero la calma se acaba de repente y los primeros rápidos se suceden a gran velocidad. «Adelante», grita Meléndez. El bote salta sobre las olas, toca algunas rocas, la espuma de las olas salpica en la cara, todo el mundo lanza gritos de júbilo… hasta que la orden llega demasiado tarde.

Un golpe del lado derecho, y quienes estaban sentados a la izquierda son catapultados por la borda. Meléndez avisó durante la charla informativa que había que contener la respiración y esperar con tranquilidad hasta que el remolino lo escupa a uno de nuevo.

El pánico termina venciendo, se intenta nadar, pero hay un tironeo hacia abajo, hasta que la cabeza se da con algo duro: el kayak de rescate. «¿Todo bien?», pregunta el ángel barbudo.

Por suerte el río ahora se tranquiliza y ya es hora de contemplar nuevamente la belleza del Tampaón. Y de digerir el susto. Porque el próximo golpe de adrenalina ya está esperando en el río Micos, que luce aun un turquesa más intenso.

Saltando por el río

El primero de los siete saltos es más que nada un saltito, que tiene en torno a un metro de profundidad. Pero lo más difícil es que hay que tomar carrera. Afortunadamente, la piedra caliza húmeda es menos resbaladiza de lo que parece.

Luego de esta primera prueba de valor, cada salto es más fácil. Aunque no se debe subestimar a las cascadas. Como participante de un tour, se cuenta con chaleco salvavidas y casco. Meléndez muestra el punto exacto desde dónde es mejor saltar.

Lentamente las alturas van en aumento, con un par de deslizamientos de rocas entremedio. Y al final todos se arrojan con gritos de júbilo por el salto de cinco metros, La Prueba.

Y el verdadero desafío está por llegar: el descenso en rapel por el salto Minas Viejas. La profundidad alcanza 50 metros y al principio hay que animarse a saltar de espalda desde el borde de piedra.

Pero entonces gradualmente uno continúa deslizándose hacia abajo a lo largo de la cuerda, justo al lado de la espuma de las olas, y en el fondo se ve ese increíble turquesa. Una adrenalina que probablemente también le habría fascinado al eterno esteta Edward James.

 
dpa

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