Ucrania, la víctima de un círculo vicioso

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

A estas alturas del conflicto, una correcta percepción de la actual crisis en Ucrania debe distinguir dos momentos en el tiempo: antes de la agresión directa de Rusia en la madrugada del pasado jueves 24 de febrero y después de esa luctuosa fecha.

Analizar los meses anteriores a la agresión implica examinar las responsabilidades de los distintos actores en presencia respecto de la posibilidad de evitar una confrontación militar. Pero el análisis de lo que ha sucedido después de que Rusia interviniera militarmente en Ucrania debe partir de una condena rotunda de la violación del derecho internacional por parte de Moscú, para poder luego entrar en valoraciones sobre las consecuencias políticas y militares que está teniendo esta guerra abierta.

Cierto, la responsabilidad de impulsar una agresión militar a un país soberano es directamente de quien la realiza, el gobierno de Putin en este caso. Pero la responsabilidad de no ser capaz de establecer condiciones que evitaran la guerra implica a muchos otros actores. Uno de ellos la Unión Europea. Si se examinan las reuniones de sus representantes en los últimos meses pueden observarse dos asuntos que se reiteran. El primero guarda relación con la disolución de una distinción clara que se hacía desde los años noventa: la Unión Europea tiene intereses diferentes de los de la OTAN respecto de la seguridad en el continente. Un encuentro tras otro, hasta llegar a la reunión del pasado sábado 19 de febrero en Múnich de la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), reflejan que la identificación de la UE con la OTAN es hoy casi completa.

Ello determina el segundo factor, un resurgimiento del atlantismo ideológico en Europa y Estados Unidos. Los discursos de los representantes occidentales reflejan una excesiva confianza en la disuasión que representa la ampliación de la Alianza Atlántica en las dos décadas anteriores, y, sobre esa base, la arrogancia exhibida para rechazar cualquier pretensión de Rusia acerca de su seguridad, así como la supuesta capacidad disuasoria de las graves sanciones económicas que se impondrían a Rusia.

En realidad, pareciera que se hiciera justo lo necesario para incrementar la molestia rusa y fortalecer así los argumentos del autócrata Putin. El mexicano Carlos Taibo ha escrito que Putin es en buena medida un producto directo de la OTAN. Habría que agregar que el reverdecimiento de la OTAN es en gran medida un producto de la prepotencia de Putin. Y que este infernal círculo vicioso es el que había que romper, para poder alejar la posibilidad de una escalada letal del conflicto. Pero las principales partes contendientes parecían gozar del vértigo que provocaba ese círculo vicioso. Incluida la propia Ucrania, hoy víctima propiciatoria de esa espiral tóxica.

Por esta vía se llega a la intervención rusa del 24 de febrero, que abre una nueva fase del conflicto. Ante todo, hay que resaltar la evidencia de que la decisión de Putin viene acompañada de un apreciable apoyo institucional, en la Duma (parlamento ruso) y de la mayoría de la opinión pública en ese país. Cierto, no de toda esa opinión, como lo demuestran los grupos que se han manifestado valientemente contra la guerra. Pero esa relativa fortaleza interna ha llevado a Putin a desconocer una máxima reiterada: para defender las causas propias en una confrontación geopolítica, hay líneas rojas que no se pueden sobrepasar. Al perpetrar una agresión armada, completamente condenable, el argumentario de Moscú acerca del avance occidental contra la seguridad de Rusia resulta sepultado bajo la condena extendida de la comunidad internacional.

Con la agresión militar, Putin ha proporcionado el deseado escenario político autoanunciado por los halcones europeos y de la Alianza Atlántica. Ha logrado que la OTAN y los Estados Unidos se reivindiquen como verdaderos oráculos de las intenciones últimas de Putin, que los países de la Unión Europea reduzcan significativamente sus diferencias (al menos en público) y que la ONU, cuyo Secretario General, Antonio Guterres, no hace mucho decía estar seguro de que nunca se produciría una guerra abierta en torno a la crisis ucrania, se rasgue ahora las nobles vestiduras y condene sin paliativos al gobierno de Moscú. En suma, con su agresión armada, Putin pierde buena parte de su legitimidad política dentro y fuera de las fronteras de la Federación Rusa.

Desde luego, cabe la pregunta acerca de cuáles han sido las poderosas razones de que Putin haya optado por hacer este órdago en la confrontación geopolítica. Ante todo, existen poderosas razones de orden militar, que, por cierto, han incorporado algunos cálculos erróneos. Pero antes de examinarlos, conviene revisar un mito que circula ampliamente por buena parte de los medios occidentales: todo lo que está sucediendo responde con exactitud a los planes diseñados por el (siniestro) estratega Putin. Es de suponer que quien se sienta más satisfecho con la creación de ese mito sea el propio Putin. Pero ese supuesto dista mucho de la realidad.

Como buen antiguo jefe de la KGB, el espía Putin sabe que hay que tener buenos planes, pero que se necesita ser suficientemente oportunista para bordearlos cuando aparecen las sorpresas que nutren la realidad. No es cierto que Putin haya usado astutamente la opción diplomática del presidente Macron para camuflar su verdadera intención de invadir Ucrania, como ahora dicen en París. Putin estaba dispuesto a seguir cualquier camino, cualquiera, que condujera a sus principales objetivos: impedir la entrada de Ucrania en la OTAN y obligarla a una relación preferencial con la vecina Rusia. Pero la respuesta occidental a esas exigencias fue un altisonante rechazo.

Sin embargo, la opción del ataque militar no está resultando tan sencilla como Moscú pudo prever. En primer lugar, se ha demostrado errado el cálculo del Kremlin acerca de la posibilidad de ganar rápidamente todo el territorio formal de las dos provincias, Donest y Lugansk. El gobierno ucranio fue capaz de producir una concentración de fuerzas considerable en el Donbast, que mostró a las fuerzas contrarias (de los secesionistas prorusos y el ejército ruso) que el combate abierto iba a ser extremadamente duro. Para sortearlo, Rusia tenía que evitar esa concentración de fuerzas, logrando fijar al resto de las fuerzas ucranianas en sus lugares de origen. Para lograrlo, era imprescindible amenazar otras partes del territorio ucraniano. Y esa amenaza debía superar el estacionamiento de los destacamentos al otro lado de la frontera, por lo que un ataque militar disuasivo se hizo procedente desde un punto de vista militar. No podía ser una invasión territorial generalizada, porque las fuerzas rusas en terreno no tienen esa capacidad (se estima que para invadir un territorio tan grande como el de Ucrania serían necesarios un millón y medio de efectivos). Con algunas excepciones, la intervención se ha centrado en algunas ciudades fronterizas y la propia Kiev, que está a solo 60 kilómetros de la frontera con Bielorrusia (una distancia que cualquier tanque puede recorrer en menos de dos horas), donde la amenaza debía ser más palpable.

Pero, al comprobar que el camino hacia Kiev era poco más que un paseo, Moscú ha cometido otro error de cálculo. Creyendo que la caída de la ciudad se produciría de inmediato, ha decidido convertir al gobierno del presidente Zelenski en objetivo militar directo. Pero tildarlo de nazi y genocida no resuelve el problema militar real: tomar efectivamente Kiev y su distrito gubernamental. Dentro y fuera de Ucrania se esperaba que esto sucediera en la noche del sábado 26 de febrero. Pero no ha sucedido, porque la movilización de fuerzas armadas y milicianas han conseguido la autodefensa de la ciudad. Puede que Kiev caiga bajo el dominio del ejército ruso en los próximos días, pero cada jornada que pase podría permitir algo que Rusia quiere evitar por cualquier medio: el surgimiento de una guerra de guerrillas en el resto del país.

Ese riesgo cambia bastante la situación. Puede que las sanciones económicas occidentales no sean tan graves a corto plazo para la economía rusa, pero un escenario de Rusia frente al mundo (occidental), enfangada en una guerra irregular, no era lo que se planteaba Moscú. Entre otras razones, porque si bien Putin tiene hoy el apoyo mayoritario de los actores políticos y la población rusa, esa situación puede no mantenerse en el tiempo. La ciudadanía en Rusia tiene todavía fresca la memoria de Afganistán y la idea de mantener una guerra abierta por mucho tiempo y sin el más mínimo respaldo político fuera de sus fronteras no es muy popular. Putin puede equivocarse también acerca de las consecuencias que tiene este órdago militar en la política doméstica de su país. Por eso acaba de entreabrir la puerta a una posible negociación para un alto el fuego con las autoridades ucranias. Y si en principio ha incitado a los mandos militares a hacerse con el poder, para negociar con ellos, eso comienza a desdibujarse, entre otras razones porque depende mucho de la velocidad con que consiga capturar al presidente Zelenski y su gobierno.

Puede que el conflicto armado en Ucrania, lejos de estar concluyendo, apenas esté comenzando. Algo que en todo caso sufrirá Ucrania, que es, en última instancia, la verdadera víctima de esta guerra y del indeseable círculo vicioso que la precedió.

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