Trump no es el único al que culpar de los disturbios del Capitolio

Osita Nwanevu

Trump

En diciembre de 1972, la crítica cinematográfica Pauline Kael reconoció que había estado viviendo en una burbuja política. «Sólo conozco a una persona que votara a Nixon», dijo. «Dónde están, no lo sé. Quedan fuera de mi entendimiento».

Una versión más concisa de su comentario («No puedo creer que haya ganado Nixon. No conozco a nadie que haya votado por él») ha sido utilizada desde entonces para ejemplificar la insularidad progresista, tanto por expertos conservadores como por el tipo de periodistas centristas que se han pasado los últimos años zumbando en los oídos de los comensales del país, buscando pistas sobre el ascenso de Donald Trump.

El hecho más importante de la era de Trump, sin embargo, se puede deducir simplemente del examen de sus cifras de voto y sus índices de aprobación: en ningún momento de su carrera política -ni un solo día- ha disfrutado Trump del apoyo de la mayoría del país que gobernó durante cuatro años. Y sea lo que fuera que haya sido el 6 de enero, debería entenderse ante todo como una expresión de incredulidad en esa realidad, o al menos del rechazo de la misma. En lugar de aceptar, en la derrota, que una parte mucho mayor de su país caía fuera de su entendimiento, sus partidarios se proclamaron vencedores y agarraron un berrinche histórico y mortífero.

Los disturbios constituyeron un ataque a nuestras instituciones y, por supuesto, la incendiaria retórica conservadora y las redes sociales tienen parte de culpa. Pero nuestras instituciones también contribuyeron a producir ese violento estallido al generar en la minoría conservadora de los Estados Unidos la sensación de que tenía derecho al poder.

Son bien conocidas las ventajas estructurales de las que disfrutan los conservadores en nuestro sistema electoral. Ya en dos ocasiones en este siglo joven, ha ganado el Partido Republicano el Colegio Electoral y, por tanto, la presidencia, a la vez que perdía el voto popular. Los republicanos del Senado no han representado a la mayoría de los norteamericanos desde la década de 1990, aunque han controlado la cámara aproximadamente la mitad de los últimos 20 años. En 2012, el partido mantuvo el control de la Cámara a pesar de que los demócratas consiguieran más votos.

Y, tal como queda ahora dolorosamente claro para los votantes demócratas, su partido se enfrenta a importantes barreras para triunfar en Washington, aun cuando consiga asegurarse el control total del gobierno: el requisito de supermayoría que impone el filibusterismo en el Senado puede paralizar hasta la legislación más patentemente popular, y los republicanos han copado de tal modo el poder judicial que el Tribunal Supremo parece dispuesto a revocar el caso Roe versus Wade, un resultado al que se opone alrededor del 60% de los estadounidenses, según varios sondeos recientes.

Evidentemente, ninguna de las características estructurales de nuestro sistema federal se diseñó pensando en la política contemporánea ni en el Partido Republicano. Pero es evidente que le otorgan a un conjunto de estadounidenses que han abrazado con fuerza la ideología conservadora -los votantes rurales de estados de escasa población del centro del país- más poder que al resto del electorado.

Con estas ventajas estructurales, no resulta especialmente difícil ver de qué modo llegó la derecha a considerar sospechosas sus dramáticas derrotas cuando quiera que se producen. Si los mecanismos básicos del sistema federal fueran tan justos y equilibrados como nos enseñan, el alcance y la duración del poder conservador reflejarían las preferencias legítimas de la mayoría de los norteamericanos. Las victorias demócratas, por el contrario, le parecen ahora a la derecha usurpaciones solapadas de la voluntad de la mayoría: en el caso del presidente Biden, por el fraude y los votantes extranjeros, y en el de Barack Obama, por un candidato que era a su vez una imposición extranjera al verdadero pueblo estadounidense.

Pero el sistema federal no es justo ni equilibrado. En lugar de un toma y daca democrático entre dos partidos que comparten la carga de ganar a la otra parte, tenemos un partido que sale favorecido y otro cuyas esforzadas victorias contra probabilidades cada vez mayores se encuadran conspirativamente como artimañas de intrigantes que sólo pueden ganar mediante el fraude y los planes encubiertos para introducir un nuevo electorado.

No ayuda el hecho de que las ventajas republicanas aíslen en parte al partido del reproche público; es más probable que la demagogia se extienda entre los políticos si hay pocas consecuencias electorales. Esto constituye una receta para la violencia política. El 6 de enero no fue el primer ataque ni el más mortífero derivado de la idea de que los demócratas están trabajando para imponer su voluntad a una inexistente mayoría política y cultural conservadora. No tenemos motivos para esperar que sea el último.

Y si bien buena parte del lenguaje que utilizan los políticos y comentaristas republicanos para incitar a sus bases parece exteriormente extremo, es importante recordar que lo que se hizo el 6 de enero se hizo en nombre de la Constitución, tal y como la entiende ahora la mayoría de los votantes republicanos: como un pacto eterno que mantiene el poder en sus legítimas manos.

De manera reveladora, durante su mitin del 6 de enero Trump desplegó hábilmente parte del lenguaje que los demócratas han utilizado para denunciar las restricciones al voto y la interferencia extranjera. «Ahora le corresponde al Congreso hacer frente a este atroz ataque a nuestra democracia», declaró. «Sé que todos los presentes marcharéis enseguida hacia el edificio del Capitolio para hacer oír vuestras voces de forma pacífica y patriótica. Hoy veremos si los republicanos se mantienen firmes en la integridad de nuestras elecciones».

La prensa dominante ha contribuido asimismo a inflar la sensación que la derecha tiene acerca de sí misma. Hábitos como la tergiversación de votantes y agentes políticos republicanos como votantes oscilantes desconectados de la calle, así como el constante y reductivo parloteo sobre la homogeneidad política en las costas -aunque había más votantes de Trump en la ciudad de Nueva York en 2016 y 2020 que en las dos Dakotas juntas- crean impresiones distorsionadas de nuestro panorama político. La tendencia de los periodistas a medir la sensatez de las medidas políticas y la retórica en función de su distancia respecto a las preferencias de los votantes conservadores no hace más que reforzar la idea de que es justo que políticos, activistas y votantes de la izquierda tengan en cuenta las zonas más intensamente en rojo [color de los republicanos] del país sin que la derecha tenga un interés recíproco en lo que quiere la mayoría de los norteamericanos.

Esa premisa sigue dominando y limitando el pensamiento estratégico dentro del Partido Demócrata. Un año después del atentado del Capitolio y de todo ese rasgarse las vestiduras y de las lágrimas por el radicalismo de la derecha y el proceso democrático, el partido no ha conseguido llevar a cabo las reformas políticas prometidas, gracias a la oposición de miembros fundamentales de su propia bancada en el Senado, demócratas que argumentan que cambiar significativamente nuestro sistema enajenaría a los republicanos.

Considerando las tendencias demográficas, es probable que el poder en Washington siga recayendo en los republicanos, aun cuando la derecha no emprenda nuevos esfuerzos para subvertir nuestras elecciones. Y para arreglar los sesgos estructurales que operan, los demócratas tendrían que intentar la imposible tarea de asegurar un amplio apoyo bipartidista a nuevas e importantes enmiendas a la Constitución -que, hay que decirlo, prohíbe esencialmente cambios en el diseño básico del Senado- o aprobar una serie de soluciones para equilibrar el sistema, como la admisión de nuevos estados como el Distrito de Columbia. No debe nunca olvidarse que se reunieron el pasado mes de enero votantes de todo el país con plenos derechos para organizar un motín por sus derechos políticos supuestamente amenazados en una ciudad de 700.000 personas que no tienen pleno derecho a voto en el Congreso.

El 6 de enero demostró que la elección a la que ahora se enfrenta el país no es la de elegir entre cambios perturbadores en nuestro sistema político o un statu quo pacífico. Asumir esa opción significa consentir, para empezar, la otra gran mentira que atrajo la violencia al Capitolio. La idea de que el orden constitucional estadounidense del siglo XVIII es adecuado para gobernar en el siglo XXI es tan absurda y peligrosa como cualquier cosa que haya enunciado Trump. Fueron las características supuestamente estabilizadoras de nuestro cacareado sistema las que le hicieron presidente para empezar e incubaron el extremismo que convirtió su salida en una crisis.

Osita Nwanevu periodista, jefe de opinión de la revista The New Republic y columnista de la edición norteamericana de The Guardian, trabajó anteriormente para medios como In These Times, Harper´s, Slate o The New Yorker, y escribe en la actualidad un libro sobre la democracia norteamericana.

Fuente: The New York Times

Traducción: Lucas Antón para sinpermiso.info

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