Evgeny Morozov
Si la tradición socialista no se reencuentra con el mundo tecnológico, no habrá un futuro de izquierdas. Un programa político debe combinar la crítica de la digitalización neoliberal con la lucha por la inteligencia artificial como bien público. No hay solucionismo tecnológico: hay soluciones de izquierda que apelan a la tecnología para conseguir un futuro justo.
Me gustaría empezar con la mala noticia: hemos perdido el norte. Cuando hablo en plural, me refiero a todos los que desde lo intelectual, espiritual o profesional nos sentimos unidos a la socialdemocracia o al socialismo. No logramos comprender integralmente las dinámicas de la economía digital ni las del propio capitalismo (y el papel que deben jugar la socialdemocracia y el socialismo para oponerse a él o actuar como contrapeso).
Por lo que se refiere precisamente a las grandes empresas tecnológicas de Silicon Valley, con demasiada facilidad obtenemos hoy una impresión distorsionada sobre las prioridades y los valores que deben marcar el proyecto de la socialdemocracia o el socialismo. Es cierto que tradicionalmente estos dos movimientos se preocupan por cuestiones de poder, Estado de derecho y legalidad, pero esos puntos nunca estuvieron como eje principal dentro de su agenda. Sus motores siempre han sido, más bien, la igualdad, la justicia social y, aunque parezca contraintuitivo, la innovación institucional.
Si la socialdemocracia pudo alcanzar tantos logros, fue precisamente porque creó nuevas formas y prácticas institucionales. Entre ellas se cuentan el Estado social y el principio de cogestión, pero también instituciones que están asentadas en algún lugar entre el sistema social y el capitalismo. Veamos el caso de la biblioteca. Esta institución opera con un ethos y una racionalidad totalmente distintos de los del mercado. No buscamos promover la competencia entre 50 bibliotecas diferentes para optimizar el resultado, sino que consideramos a la institución como un bien público, que requiere una infraestructura y un financiamiento adecuado; y utilizamos esa entidad pública para transmitir valores que son importantes para nosotros, como cooperación e igualdad: nuestro origen y nuestra pertenencia de clase no deben impedir que accedamos a determinados recursos.
Pero es justamente aquí donde la socialdemocracia y el socialismo debilitan su principal argumento: porque muchas de sus intervenciones –desde el Estado social hasta la cogestión, pasando por las bibliotecas– no iban solo dirigidas a fortalecer la igualdad y la solidaridad; lo que mostraban, sobre todo, era cómo puede funcionar una sociedad con mayor eficiencia y efectividad. Promovían así innovaciones sociales y económicas. El Estado social, por ejemplo, es también la forma más eficiente y efectiva de estructurar las relaciones sociales, porque permite que la gente aproveche a pleno los recursos disponibles y contribuya a decidir cómo se organiza la sociedad.
Sin embargo, esta larga historia de innovaciones sociales cayó casi en el olvido en las últimas décadas, ya que la socialdemocracia se mantuvo ocupada sobre todo en resguardar las instituciones contra los ataques neoliberales. Aunque estas luchas defensivas eran necesarias, tuvieron un efecto nocivo: debilitaron la capacidad de los socialdemócratas y socialistas para reflexionar acerca del cambio tecnológico y desarrollar innovaciones institucionales, capaces de conducir las fuerzas por caminos más igualitarios, pero también más eficientes y efectivos, tal como se logró hacer antes con otras dinámicas económicas.
El objetivo final del neoliberalismo
¿Qué significa esto aquí y ahora? Nuestra capacidad de realizar innovaciones sociales se ve enfrentada a una serie de limitaciones, que socavan las condiciones bajo las cuales es posible mantener con vida el proyecto socialdemócrata. Y esas limitaciones provienen de varios frentes: de la velocidad y las estructuras del capitalismo global, pero también de la presencia de tanto capital muerto que después de la crisis financiera deambula buscando alguna oportunidad de inversión que le garantice al menos una rentabilidad de entre 6% y 7%. No nos referimos únicamente a los codiciosos flujos especulativos que saquean a diferentes empresas e instituciones, sino también con frecuencia a los fondos de pensiones que fueron creados por gobiernos socialdemócratas. Léase: esos fondos que hoy invierten en Facebook, Google o Amazon son los mismos que garantizaban la jubilación de muchos europeos. Y mientras no hallemos una salida sencilla para escapar de la debacle en que se encuentra la economía mundial desde hace diez años, tampoco cambiarán con rapidez las condiciones estructurales. Mucha gente solo podrá seguir obteniendo las ganancias esperadas a través de start-ups tecnológicas y empresas de plataforma. Por lo tanto, nuestros análisis siempre deben tener en cuenta la existencia de ese capital muerto en busca de inversiones por un valor cercano a los 200.000 millones de dólares.
Esto significa que no deberíamos rechazar tan alegremente la idea de crear un fondo de inversiones para empresas tecnológicas de Europa como si fuera una medida draconiana. Porque si no nos enfrentamos a esta realidad, todas nuestras empresas y start-ups correrían el riesgo de ser adquiridas por capitales de China, los países del Golfo, Japón o Estados Unidos. En los últimos años ya hemos podido observar un desarrollo en tal sentido.
Con esto no quiero defender un nacionalismo económico ni sostener que deberíamos controlar ciertas industrias porque son alemanas o francesas. Pero para lograr innovaciones institucionales avanzadas, es necesario que podamos determinar la dirección en que habrá de desarrollarse nuestra infraestructura digital; y lamentablemente esa infraestructura se encuentra hasta hoy en gran medida en manos privadas. Es el caso de los datos, la inteligencia artificial y la robótica. Sin una sólida intervención estructural –aun cuando deje un resabio corporativista–, perderemos por completo el control de la situación.
Para conservar algún margen de acción, necesitamos entonces un gran abanico de intervenciones políticas. Esa es la condición para lograr innovaciones sociales y estructurales de carácter radical. De lo contrario, el proyecto neoliberal alcanzará su objetivo final. Porque en última instancia lo que busca el neoliberalismo es impedir cualquier forma de coordinación que no se base en el mercado. Uno puede coordinar lo que quiera en la familia, en la iglesia o en cualquier otra organización social que no esté basada en el mercado y el precio; pero apenas se apunta a un nivel más alto y se pone en riesgo la acumulación del capital, el neoliberalismo intenta quitarse a uno de encima.
La inteligencia artificial como bien público
El neoliberalismo impide que cualquier coordinación social basada en la solidaridad y la igualdad (y no en la lógica del mercado y la competencia) se amplíe y llene los espacios que hoy, por ejemplo, ocupan en nuestra sociedad las bibliotecas. Una alternativa neoliberal consistiría en ofrecer a la gente dispositivos lectores de libros electrónicos de 25 compañías digitales diferentes y cobrarle por palabra leída; cada suscriptor generado, en lugar de ir a una biblioteca financiada con impuestos, podría abonar una cuota anual y acceder así a la cantidad de libros que deseara. En resumen, el proyecto neoliberal busca que nuestro polifacético repertorio de intervenciones se limite a una sola: la competencia.
A medida que aumentamos la competencia, se nos hace necesario resolver un problema. No quiero decir que la competencia sea algo malo per se; pero a menudo se la presenta como el remedio estándar. Precisamente el debate en torno de las empresas tecnológicas muestra una fuerte marca neoliberal. Amazon, Facebook y Google, o al menos las start-ups, aparecen como solucionadores de problemas, mientras que otras fuerzas sociales (como sindicatos, cooperativas, comunidades o Estados nacionales) casi no son tenidas en cuenta. Tampoco se piensa demasiado en la infraestructura jurídica, política y tecnológica que permitiría a estos grupos realizar un trabajo conjunto para desarrollar proyectos de gran magnitud, tal como ocurrió en su momento con las instituciones del Estado social. Los neoliberales fueron exitosos a la hora de limitar nuestra fantasía y atarnos las manos.
Más importante aún es estudiar ahora el nuevo panorama digital y esbozar el aspecto que podrían tener las nuevas instituciones. ¿Dónde podemos cooperar, crear nuevos conocimientos y bienes públicos? Tomemos como ejemplo la inteligencia artificial. Actualmente, cinco compañías chinas y cinco estadounidenses destinan en cada caso unos 10.000 o 12.000 millones de dólares anuales para realizar investigaciones sobre inteligencia artificial. ¿No sería más sensato que, en lugar de diez firmas con una inversión total de 100.000 millones de dólares en este rubro, hubiera 100 de esas empresas con un desembolso de unos 2.000 millones cada una? Evidentemente esa es la pregunta errónea. La correcta apuntaría a saber qué parte de los gastos actuales representa un completo despilfarro. Sé que se trata de 90%. De lo anterior se desprende que la inteligencia artificial es un bien público casi en el sentido clásico. En un momento se la desarrolla, se pone la infraestructura a disposición de otros y se logra así una drástica reducción de los costos. Además, el aprovechamiento de los efectos de las redes tiende a mejorar la calidad. Sin embargo, hoy hay diez empresas que desarrollan idénticas capacidades para los algoritmos y el aprendizaje automático. Todas someten sus sistemas a un entrenamiento para que distingan entre fotos de gatos y fotos de perros; todas replican las mismas funciones.
En ningún otro caso se ve con tanta claridad el despilfarro capitalista como en la actual carrera por la inteligencia artificial, y la situación no mejora si se aumenta de 10 a 100 el número de empresas. Lo que se necesita, en cambio, es un mecanismo centralizado que conciba la inteligencia artificial como infraestructura, planifique adecuadamente su promoción y desarrollo, y facilite luego el acceso a diferentes actores bajo diversas condiciones. Las grandes empresas pagarían un canon más elevado que las pequeñas, mientras que las ONG y las start-ups podrían quedar totalmente exentas. Todo esto sería posible de inmediato si diéramos el gran paso hacia una institucionalización jurídica, política y financiera. Por este tipo de innovación social debería abogar el proyecto socialdemócrata y socialista.
Pero lamentablemente estamos tan ocupados con los pecados cotidianos de estas empresas –no pagan impuestos, ejercen sospechosas prácticas de lobby en Washington y Bruselas, vigilan a los activistas y a las voces críticas– que casi no nos dedicamos a reflexionar sobre las cuestiones abstractas más importantes ni a vincular nuestras intervenciones con los objetivos fundamentales de la socialdemocracia. Sea cual fuere el proyecto socialdemócrata o socialista que construyamos sobre las ruinas dejadas por los gigantes tecnológicos de Silicon Valley, hay una gran pregunta que se deberá resolver: quién tendrá la propiedad y el control de aquella infraestructura que luego podrá ser reconvertida para diferentes proyectos.
El Estado social se basa en la premisa esencial de que determinados servicios son tan trascendentes para el bienestar de la gente y la solidaridad social que requieren su desmercantilización: es el caso de la atención sanitaria, la educación, el transporte y algunos otros. No obstante, el capitalismo ha logrado penetrar en las esferas más íntimas de nuestra existencia, ha colonizado el mundo vital. Hubo esfuerzos sistemáticos para mercantilizar cada componente de nuestra vida cotidiana y cada interacción con otras personas o instituciones políticas. Debería haber habido un contragolpe hace largo tiempo. Las relaciones sociales digitalizadas deben desmercantilizarse, de manera tal que la infraestructura pueda ser utilizada para sostener vínculos solidarios e igualitarios, y propagar estos valores.
Los desafíos de la socialdemocracia
No es posible que la socialdemocracia y el socialismos sigan careciendo de una estrategia para reconquistar esta infraestructura. Al mismo tiempo, debemos ser muy realistas: se trata al menos de mantener la chance, porque la socialdemocracia todavía no está preparada para la reconquista propiamente dicha. Por el momento, a lo que se dedica es más que nada a la regulación; y es algo que hace bien. Toda la Comisión Europea se basa en la idea de que tenemos reglas y debemos cumplirlas. Pero este planteo no congenia con las innovaciones sociales. Por lo tanto, cada vez que un socialdemócrata o un socialista hable de regulaciones, el aplauso correspondiente debe ir acompañado de la siguiente pregunta: ¿qué harán, además, para afrontar el inmenso desafío político, económico y cultural de la globalización? ¿Qué infraestructura y qué agenda político-económica tienen en mente? Creo que no tienen ninguna. Y en parte eso se debe a que las numerosas posibilidades de regulación que les ofrece la Unión Europea se han convertido para ellos en un agradable y cómodo refugio.
No me malinterpreten. De ninguna manera estoy contra las regulaciones. Pero no son ellas las que nos darán una victoria como la obtenida por la socialdemocracia durante el siglo pasado, máxime porque ahora las relaciones de fuerza en materia política e intelectual distan de promover la solidaridad y la igualdad. Lo mismo ocurre con el modo en que funciona el actual sistema económico. Piensen en un Estado socialdemócrata como Noruega. Si sus fondos soberanos no hubieran puesto tanto dinero en muchas de esas empresas tecnológicas, el país estaría hoy inmerso en una profunda crisis. Y aunque algunas de las compañías mencionadas perdieron enormes sumas durante el presente año, en los cuatro o cinco anteriores pagaron las jubilaciones de unos cuantos noruegos.
Es un mito creer que el cumplimiento de una buena agenda de regulación tecnocrática basta para salir de este embrollo. Lo que hace falta es un proyecto político más ambicioso, que redefina por completo la socialdemocracia del siglo XXI. El encuentro con la digitalización le ofrece a la socialdemocracia una oportunidad salvadora, porque le permite ir más allá de la mera defensa de los logros alcanzados en el siglo XX.
Hay algo importante: si los socialdemócratas se deciden a desarticular las grandes compañías tecnológicas, deben saber por qué lo hacen. Y deben hacerlo por las razones correctas. El objetivo no puede ser desarticular las empresas grandes para obtener muchas pequeñas. A eso podrían aspirar los liberales o los demócrata-cristianos, pero no los socialdemócratas.
Su objetivo debe ser «otra cosa». Y es imposible que se concrete sin reducir el poder de Google y Facebook. Por lo tanto, es factible y quizás también necesario contar, por un lado, con una alianza táctica entre socialdemócratas y socialistas y, por el otro, con gente que apueste a la competencia. Pero si los socialdemócratas y los socialistas establecen este tipo de unión sin comprender la dinámica política y filosófica subyacente, serán devorados por sus adversarios. No serán más calificados que los demócrata-cristianos o los liberales para hablar de competencia. Y si llegaran a serlo, cabría preguntarse para qué debería seguir existiendo la socialdemocracia como partido político independiente. Se puede adoptar táctica y estratégicamente esta línea argumentativa para impulsar los propios objetivos; el único problema es que tal vez no se sabe cuáles son.
Existe aquí un enorme agujero negro en la agenda de los partidos socialdemócratas. En el mejor de los casos, les quedan quizás tres o cuatro años para cubrirlo. Si no lo logran, habrán desaprovechado una oportunidad esencial para su supervivencia. Es por ello que en estos tiempos venideros se enfrentan a dos tareas.
En primer lugar, deben determinar con precisión cuáles son en realidad las condiciones necesarias para posibilitar un nuevo proyecto socialdemócrata. Se requiere un enfoque político totalmente distinto respecto a la propiedad de los datos. También se requiere el desarrollo de al menos algunos prototipos: ciudades en las que pueda funcionar otra economía digital, basada en la solidaridad y la participación ciudadana. Se trata de modelos que no se limitan a adoptar una posición muy jerárquica y a creer que la gente debe trabajar en una fábrica, sino que promueven un verdadero espíritu empresarial y apoyan a las personas que efectivamente pueden montar una start-up. Sin olvidar que no todas esas empresas emergentes son iguales. Algunas muestran un comportamiento típicamente depredador, mientras que otras persiguen fines más nobles y actúan de una manera digna.
Todo esto debe ser puesto a prueba. Porque mientras no haya prototipos de las nuevas infraestructuras digitales que se encuentren en funcionamiento en el plano local, será absolutamente imposible convencer a alguien para que intente su implementación a escala nacional o europea. Desde luego, para eso necesitamos recursos financieros y representantes políticos que asuman un riesgo en el terreno. Deben estar dispuestos a enfrentarse a los negociados inmobiliarios, a Uber, Google o Amazon. Por supuesto que habrá una fuerte oposición política, porque estas empresas son muy poderosas y saben lo que quieren; además, tienen una ventaja inestimable: se apoyan en el proyecto neoliberal, tendiente a minimizar cualquier forma de coordinación que no esté basada en el mercado.
Esto torna aún más difícil la tarea de la socialdemocracia. Por lo tanto, no solo es importante que en los próximos dos o tres años llevemos a cabo una experimentación acelerada y creemos espacios seguros y bien financiados para realizar una innovación digital sin un carácter neoliberal; lo que debemos hacer, en segundo lugar, es emprender un viaje intelectual muy ambicioso y repensar cómo podría ser nuestro movimiento político en el siglo XXI. Es algo que hasta ahora no ha hecho de manera suficiente ninguno de los partidos socialdemócratas en Europa, América del Norte ni América Latina.
Se trata entonces de la conexión de dos líneas. La primera es una experimentación muy práctica y diligente, unida a una serie de intervenciones sumamente pragmáticas y orientadas a las políticas en Bruselas: ¿qué se debe hacer a escala europea? ¿Necesitamos un fondo tecnológico continental para asegurar al menos que nuestras empresas del sector no terminen perteneciendo todas algún día a Arabia Saudita? ¿Cuánto tiempo nos queda para evitarlo? ¿Contamos con las estructuras jurídicas y económicas necesarias para impedir esa absorción? Si no podemos responder a estas preguntas, en algún momento nos faltarán sencillamente los recursos para crear un futuro alternativo.
La segunda línea consiste en esbozar ese futuro y en redescubrir para ello algunos rasgos pioneros y más subversivos del pensamiento socialdemócrata. Debemos reavivar esas tradiciones tan olvidadas y vincularlas con las instituciones. Si logramos realizar avances en ambos frentes, la socialdemocracia no solo sobrevivirá, sino que experimentará una etapa de prosperidad.
La gran contradicción del neoliberalismo
La situación actual es extremadamente contradictoria. Por un lado, al proyecto neoliberal le va bien: empresas como Uber, Airbnb y Google refuerzan la idea de que cada uno debe ser un emprendedor y de que la competencia es la única solución a los problemas. Así establecen esta ideología en nuestras interacciones cotidianas. No es poco entonces el apoyo que Silicon Valley otorga al proyecto neoliberal. Por otro lado, a medida que todo sigue yendo en la misma dirección, las externalidades o los costos del sistema ascienden a un nivel tan alto que los propios neoliberales se ven sobrepasados y los mercados, en definitiva, ya no pueden resolver los problemas. No es posible crear mercados dirigidos a ofrecer soluciones y luego más mercados adicionales para rescatar a los primeros. Porque en ese caso, en lugar de resolverse, los problemas se acumulan.
Aun así, no debemos subestimar la dureza e inflexibilidad de nuestro adversario. No podremos esperar ningún avance mientras los socialdemócratas y los socialistas no articulen con claridad qué es lo que quieren en un capitalismo altamente globalizado, financiarizado y digitalizado como el del presente. Nuestros problemas no son el resultado de un error de comprensión respecto a las grandes empresas tecnológicas, sino respecto al papel, el significado y el futuro de la socialdemocracia. Si no se aclara este error, tampoco podrá haber claridad en torno de las grandes empresas tecnológicas. La confusión relacionada con el sector de la tecnología es la consecuencia, y no la causa de nuestros problemas. Para tener lucidez, primero debemos comprender una cosa: cuál es el significado de la socialdemocracia bajo las condiciones del capitalismo actual.
Fuente: Fundación Friedrich Ebert – Congreso de Capitalismo Digital
Traducción: Mariano Grynszpan