La corrupción como paradoja política

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

La corrupción como fenómeno mundial e histórico sólo ha tenido un tratamiento específico riguroso con el último cambio siglo. Puede parecer una paradoja, pero este fenómeno tan criticado y denostado desde el principio de la historia, no ha tenido un tratamiento normativo específico hasta los años noventa del pasado siglo, cuando dio lugar en 1997 a la Convención Interamericana contra la Corrupción y posteriormente a la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción de 2004. Ese mismo año se aprueba en Costa Rica la Ley 8422 contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito y al año siguiente su Reglamento.

Esta paradoja ya es indicativa de que no estamos ante un asunto simple y de fácil solución. Entre otras razones, porque guarda relación con la producción del bien común. Fue uno de los padres de la ciencia política, Giovanni Sartori, quien tuvo el valor de sostener que prefería la contención de la corrupción en niveles mínimos y una administración pública competente a un Estado paralizado por la persecución obsesiva de la corrupción. Simplemente porque la primera opción produciría más bien común que la segunda; además de la duda que surge acerca de la posibilidad real de erradicar por completo la corrupción.

Es decir, estamos ante una cuestión de límites y no de absolutos. La corrupción bajo límites mínimos no bloquea la producción de bien común, de igual forma que, cuanto supera esos límites, se convierte en un poderoso obstáculo para el desarrollo económico, cultural y político, que socava también las bases de legitimidad necesarias para el funcionamiento del sistema democrático.

Por tanto, un asunto tan complejo requiere un análisis conceptual fino, lejos de simplificaciones, sobre todo por parte de la academia. He observado que se manifiestan dos proposiciones que no me parece cumplan con esos criterios de prudencia.

Una de ellas la encontré en el seminario virtual organizado por la Facultad de Ciencias Sociales de la UCR, titulado “Redes de poder y corrupción en Costa Rica: aportes para un debate ciudadano”. La tesis básica de sus participantes ya está planteada en el título: la fuente principal de corrupción es la existencia de grupos o redes de poder que cooptan y patrimonializan el Estado. Afortunadamente, no ocultan el nombre de los grupos de que están hablando. El listado incorpora a: Academia de Centroamérica, ligada al PUSC; Consultores económicos y Financieros (CEFSA) más ligada al PLN; la Coalición Costarricense de Iniciativas de Desarrollo (CINDE) que reúne a las anteriores y a varias cámaras empresariales; la propia organización empresarial, Unión Costarricense de Cámaras y Asociaciones del Sector Empresarias Privado (UCCAEP) y, de más reciente creación, la Alianza Empresarial para el Desarrollo (AED) y la asociación Horizonte Positivo. Estas y otras organizaciones profesionales y empresariales serían las que penetran el Estado y proporcionan las redes donde florece la corrupción.
La solución a este problema está inducida desde el propio planteamiento: hay que separar radicalmente a estos grupos de poder del Estado y así se cortarán las ramas de la hidra. Es decir, las alianzas público-privadas son un recurso discursivo que permite esta asociación perniciosa entre los grupos de poder y la función pública. En realidad, no se atreven a prohibir la creación de esos grupos privados, porque eso sería un ataque directo a las libertades fundamentales, pero es perceptible que preferirían que no existieran. Pero lo que sí plantean abiertamente es que hay que crear un cordón de seguridad para evitar que esos grupos se relacionen con el Estado. Desde luego, es cierto que eliminando esa relación se corta una buena cantidad de riesgos de corrupción. Pero también se elimina cualquier sinergia posible en términos de desarrollo. Todo apunta a esa conocida imagen de arrojar el bebé con el agua sucia de su baño. La solución de cortar las relaciones entre los grupos privados y el Estado es teóricamente muy fácil, pero el arte está en otra parte: consiste precisamente en evitar la corrupción manteniendo las alianzas público-privadas dinamizadoras.

El otro planteamiento un tanto simple es de orientación contraria. Consiste en afirmar que la causa de la corrupción reside en la trabazón e ineficacia que presenta hoy el Estado costarricense. La tesis sería que, si Costa Rica no fuera uno de los Estados de la región que presenta más trabas y dificultades para la actividad económica, no habría necesidad de saltarse los controles del buen funcionamiento público. Pero este planteamiento tiene algo de mágico. Resulta difícil saber cómo hubiera operado la corrupción si ese sobrepeso de trámites no se hubiera producido desde el principio, pero en la situación actual es bastante dudoso que la disminución de controles conduzca a una reducción de la corrupción.

La solución parece pues situarse en un tratamiento prudente y con buen pulso. Ni la obsesión controladora ni la magia de la ausencia de controles. El reto reside en poner a punto el instrumental existente, tanto normativo como institucional, para que las pequeñas cuotas de desidia y desentendimiento no sigan sumando grandes huecos. Y quizás poner en marcha algunos nuevos: en tal sentido, en el seminario de la UCR se propuso constituir tribunales anticorrupción especializados, capaces de incoar procesos con excelencia y celeridad.

En todo caso, los últimos escándalos están aludiendo a la responsabilidad específica de cada uno de los actores sobre el escenario. Comparto la idea de Yayo Vicente cuando afirma: “A ellos les debemos reclamar con fuerza: ¿Empresarios, qué pasa con su ética?, ¿Contraloría, dónde están sus controles?, ¿Ente Costarricense de Acreditación (ECA), qué pasó?, ¿Colegios Profesionales (ingenieros, auditores, abogados), dónde están? ¿Diputados, van a corregir las leyes de: Control Interno, Enriquecimiento Ilícito, Contratación Pública; qué pasó con Extinción de Dominio?, ¿Tributación Directa, con las declaraciones les hicieron el “túnel” y el “sombrerito”, no tienen lupa para empresas grandes?”

Aunque tal vez estas falencias puntuales estén reflejando un problema más amplio de cultura cívica y política. La ética es algo que pertenecería al mundo externo, en donde predomina la falta de confianza mutua. Algo que me recuerda la vieja anécdota del turista que se deja aconsejar por el taxista. Y este le explica: “Vea, en Costa Rica hay leyes para todo, pero que hay una norma que es la más importante: que todos nos saltamos las leyes cuando tenemos la oportunidad”. Algo que es compatible con el rasgamiento de vestiduras ante la corrupción de los otros. Claro, el problema consiste en que este es un fenómeno dinámico, que, conforme se extienda, provocará mayor desencanto entre la ciudadanía que preserva el comportamiento ético en su mundo interno. Un arrinconamiento que se agrava cuando la corrupción por motivos económicos se ve acompañada por la corrupción propiamente política (falseamiento de la cifra de asistentes a la convención de un conocido partido, nombramiento político de un abanderado contra este tipo de prácticas, etc.). Algo que seguro resiente el propio sistema de partidos.

Desde los años noventa, en varios países de la región el desencanto ante los partidos existentes dio lugar al fenómeno del “outsider”, alguien que, desde fuera del sistema de partidos, se ofrece como salvador del país (sea empresario o militar, incluso del mundo del espectáculo). Cuando hace quince años el retraimiento de la ciudadanía ante los partidos empezó a notarse en Costa Rica, hubo bastante satisfacción por el hecho de que la alternativa surgiera desde dentro del sistema de partidos. Hoy, cuando esa alternativa parece que ya no es percibida como tal, Costa Rica está más cercana de la encrucijada de tener que elegir entre el regreso a los partidos históricos o el aparecimiento del outsider. Las próximas elecciones ofrecerán una importante señal al respecto.

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