Haití en mi corazón

Monólogos con Pelé

Lina Barrantes Castegnaro

Lina Barrantes

Llegué a Haití por primera vez en 1991. Viajé con el Instituto Interamericano de Derechos Humanos, con la misión de organizar un seminario para organizaciones de sociedad civil. Sería el primero que se realizaría en ese país. Había una ventana de oportunidad para hablar de derechos humanos por que finalmente, Jean Bertrand Aristide ocupaba la presidencia del país, y era un presidente democráticamente electo. Haití había sido gobernado desde 1957 por François Duvalier, quien a su muerte heredó la presidencia de por vida a su hijo Jean François Duvalier.

¡En Haití todo estaba por hacerse! Yo tenía un año de haber regresado a Costa Rica, después de vivir cuatro años en Francia. No sabía entonces que de alguna manera mi vida estaría en el futuro y por siempre, ligada en afectos a las islas del caribe. En medio de aquella deforestación impresionante, y de una pobreza que no conocía ni imaginaba, había un pueblo alegre y esperanzado. Acababan de elegir como presidente a un salesiano carismático que los representaba, les creaba la ilusión de poder cambiar y vivir mejor. La gente decía eso en la calle. Solo elegir, ya era una novedad, y lo habían hecho masivamente: más de un 60% había votado por Aristide.

En Haití no había luz. Los funcionarios públicos vestían saco y corbata con una temperatura de 30 o 35 grados en permanencia, y sin ventiladores. El cielo regalaba noches estrelladísimas: al no tener las calles alumbrado público, nada impedía disfrutar de las estrellas.

En Haití no había agua potable, la gente bañaba a los chiquitos con aguas usadas a la salida del hotel en el que yo me hospedaría tantísimas veces: el Holliday Inn del centro, frente al Palacio Presidencial.

El hotel tenía planta de electricidad, entonces se podía ver tele, y comer siempre. El restaurant tenia solo cuatro platos: pollo creole, camarones creoles, lambi (cambute) y kabri (cabra). La ensalada era una hojita de lechuga mustia y una rodaja de tomate.

La gente era un encanto. Yo llevaba desde aquí el nombre de un contacto: Necker Dessables. Necker era el secretario general de la Comisión Episcopal Justicia y Paz. Su oficina era un cuartito, también sin ventilador (estaba malo, pero de por sí, no había electricidad) ahí cerca del Palacio Presidencial. Era un señor ya viejo, al menos para mi (yo no llegaba a los 30 años). Nunca supe su edad. La última vez que estuve en Haití, unos meses después del terremoto del 2010, con mucho miedo fui a su casa, en Haití casi nunca funcionaba el teléfono, su casa estaba una calle que se llama la Fleur du Chene (Flor del Roble: así eran de lindos los nombres de las calles en Haití), y con más miedo descubrí que su casa no estaba. Sus vecinos me contaron que su esposa había muerto y que el estaba viajando, que su casa se había caído con el terremoto pero que vivía en otra, en frente.

De la mano de Necker había ido conociendo ese país. Él había trabajado muchos años en Bélgica. Me contaba la rebelión de los esclavos por la independencia, de la ayuda a Bolívar, de la tragedia de la dictadura de los Duvalier. Me contaba cuando le prendieron fuego un 11 de setiembre a la Iglesia de San Juan Bosco, en un barrio marginal, con todos los feligreses adentro, me contaba que el cura que oficiaba misa de 10 am, esa mañana, era Jean Bertrand Aristide, en ese momento Presidente de la República. Yo le preguntaba del vudu, y se reía. Le hacía gracia esa fascinación del blanco por el vudu. El era salesiano. Me enseñó a admirar y respetar a los salesianos. Estuvo por 20 años cerca de mi. Viajó varias veces a Costa Rica. Yo muchísimas a Haití. Cuando trabajé con la Misión Civil OEA-ONU, unos años después, en Gonaïves (la ciudad de la independencia, que estaba a 140 kilómetros de Puerto Príncipe, pero el trayecto duraba 6 o 7 horas, porque la carretera -ruta nacional 1- estaba literalmente dinamitada. Llena, llena de huecos. Cuando iba a Puerto Principe, me escapaba de la base de Naciones Unidas siempre para ir a verlo. El se reía de que yo estuviera en “marronage” (el marron era el esclavo, y el marronage es el esclavo escapado). Pase una navidad con él y su familia. Comí en su casa soupe aux giraumon un 25 de diciembre. No se si esa sopa era tan deliciosa, o si era el afecto suyo y de su esposa lo que la convertía en un manjar. El Presidente Aristide lo llamaba papá. Cuando Oscar Arias, nos embarcó en la misión de abolir el ejercito, Necker era nuestro consejero. En su oficinita montamos la nuestra.

Años después, Oscar había sido invitado a presentar el informe de Desarrollo Humano en Naciones Unidas en Nueva York, y ahí conocimos a la hija de Necker, cuyo marido había sido asesinado años antes siendo ministro de justicia en Haití. Ella trabajaba para Naciones Unidas, y vino a saludarnos. Cuando Mario y Ariana Fernández me regalaron a Pele, mi primer perro, mami quería que lo llamáramos Necker. Cuando se lo conté a él, me dijo lo que le hubiera gustado que mi perro llevara su nombre. “Así me recordarías todos los días”. Después fue Defensor de los Habitantes. Dedicó su vida a la defensa de los desvalidos de su país, que son casi todos. Con Desirée Segovia en Cooperación de Cancillería de Costa Rica, tratamos de hacerlo cónsul de nuestro país. No aceptó el honor, por que dijo que no tenía el dinero como para mantener con dignidad una representación de nuestro país.

Hoy que de nuevo hubo un terremoto en Haití, hoy que de nuevo y como siempre, hay una tragedia enorme en esa isla que yo quiero tanto, pienso una vez más en Necker. Aunque mi perro no llevó su nombre, nunca he dejado de tenerlo presente, siempre en mis afectos. Nunca ha dejado de estar a mi lado. Hace unos años su hija me encontró, por alguna red social, para contarme que Necker había fallecido.

Hoy quisiera abrazar a Necker y decirle que Haití me duele. Me duele profundamente. ¿Cómo puede ser que le pasen todas las tragedias juntas a un solo país?

Haití
Pintura de una pared, con el triunfo de Aristide. Ese pueblo religiosísimo quería que el Palacio Presidencial fuera protegido.

Pele fue mi perro durante 10 años. Hace casi 10 años, un tumor en el cerebro me hizo tomar la decisión que me gustaría que alguien pudiera tomar por mi: una inyección que lo hiciera descansar y nos hiciera dejar de sufrir a el, y a nosotros, su familia humana. Durante esos 10 años, oyó atentamente mis comentarios sobre la vida y sobre el mundo. En honor a ese monólogo prolongado llamo con su nombre mi columna.

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