Entrevista con Sasha Filipenko: Una voz de libertad, de Minsk a Kiev

Sasha Filipenko

«Quiero contaros una historia increíble. No es ni siquiera una historia, sino una biografía del miedo. Quiero contaros cómo puede el horror apoderarse repentinamente de una persona y cambiar toda su vida«.

Cuando el protagonista de Cruces rojas (Alianza Editorial, Madrid, 2021, traducción de Marta Rebón) conoce por primera vez a su nueva vecina, Tatyana Alekseyevna, aún no sabe que lo que le contará la anciana va a cambiar su vida para siempre. Mientras trabajaba en el Comisariado del Pueblo para Asuntos Exteriores durante la Segunda Guerra Mundial, Tatyana se enteró de un secreto que Moscú quería ocultar a toda costa: la despiadada decisión del gobierno soviético de rechazar la ayuda ofrecida por la Cruz Roja a los prisioneros de guerra soviéticos, a los que Stalin consideraba traidores en potencia. Tratar de evitar que esos prisioneros fueran abandonados y dejados a su suerte fue lo que le costó a la mujer una vida de persecuciones y amenazas.

Basándose en el material conservado en los archivos de la Cruz Roja en Ginebra, el escritor bielorruso Sasha Filipenko, de 38 años, originario de Minsk, antiguo colaborador del Canal Uno de la televisión rusa, una de las voces más significativas de la nueva literatura de lengua rusa y comprometido personalmente en los movimientos por la democracia y la libertad que se oponen al régimen de Lukashenko, no sólo ha reconstruido un acontecimiento trágico y olvidado, sino que nos ha regalado una poderosa novela capaz de desafiar la retórica nacionalista que se está utilizando una vez más en Moscú para justificar una guerra. Le entrevista Guido Caldiron, del diario italiano il manifesto.

¿Sigue usted en Minsk, cómo vive lo que está ocurriendo en Ucrania?

Me vi obligado a abandonar Bielorrusia el año pasado porque me advirtieron de mi inminente detención. Mientras tanto, la prensa oficial de mi país no dejó de denigrarme; se mencionaron algunos artículos del código penal según los cuales podía arriesgarme a pasar hasta 12 años en prisión. Entretanto, el Pen Center se ha pronunciado y ha reconocido que soy víctima de la censura en Bielorrusia. Debido a esto, mi editorial de Zúrich, Diogenes Verlag, y mi agente, Galina Dursthoff, me ayudaron a obtener residencias literarias, primero en la Fondation Jan Michalski y luego en el Atelier Mondial Basel [de Basilea], también en Suiza. Observo con horror lo que está ocurriendo en Ucrania, y quiero hacer todo lo posible para detener la guerra: mucha gente sigue llamándola «crisis», cuando lo que en realidad está ocurriendo es una guerra a gran escala.

¿Cómo caracterizaría la forma en que se cuenta la guerra a los bielorrusos, y qué espacio hay ahora para voces independientes en Minsk?

Desgraciadamente, no hay forma de que se difunda la información dentro de Bielorrusia. Se puede hacer en Facebook o en otras redes sociales, pero están prohibidas. En el país, la información circula como en la época soviética, de boca en boca. Pero en Bielorrusia nadie tiene oportunidad de hablar abiertamente de lo que está ocurriendo.

La invasión de Ucrania se produce también desde Bielorrusia, y en Minsk, al principio de la guerra, la gente protestó con el lema: «No queremos ser cómplices». Hoy en día, ¿hay alguna forma de saber lo que piensan los bielorrusos? ¿Y qué opina de las protestas que tienen lugar en Rusia?

Por desgracia, no puedo hacer otra cosa que observar las protestas en Rusia. Y debo decir que, a la luz del hecho de que la maquinaria represiva de ese país no es tan violenta y cruel como la bielorrusa, y de que la policía podría incluso parecer pacífica en comparación con la de Minsk, observo con tristeza y decepción que en Moscú, una ciudad de 20 millones de habitantes, no hayamos visto grandes masas de gente manifestándose en contra de la guerra. A los miembros de la sociedad rusa no parece importarles lo suficiente que su país esté en guerra. En 2010, en Bielorrusia, aunque éramos conscientes de los riesgos y del hecho de que éramos una pequeña minoría, todavía encontramos la fuerza para protestar.

En su país ha surgido en los últimos dos años un amplio movimiento en defensa de la libertad, que lucha contra el régimen de Lukashenko, pero que ha tenido que sufrir una feroz represión, con miles de detenciones, violaciones, torturas y juicios a opositores que aún continúan. ¿Cómo está la situación ahora? ¿Podría llevar la guerra en la que también está implicada Minsk a una reanudación de la lucha por la democracia?

Es difícil decir cuánto tiempo seguirá Lukashenko en el poder. Pero la duración de esta agonía dependerá de nosotros, y podría continuar durante varios años más. Tendremos éxito gracias a nuestra tenacidad, como bielorrusos, y a la firmeza de la sociedad europea ante las brutalidades que siguen ocurriendo en mi país. Debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano para acelerar la caída de Lukashenko, de modo que la catástrofe humanitaria que se está produciendo en Bielorrusia llegue a su fin. El movimiento por la democracia está vivo. Los bielorrusos siguen protestando: sólo intentamos hacerlo de las diversas maneras que tenemos a nuestra disposición. Llevamos dos años pidiendo ayuda a Europa, que nos ha visto luchar por nuestra vida. Intentamos explicar lo difícil que es hacerlo contra dos tiranos al mismo tiempo: Lukashenko y Putin. Europa expresó una gran preocupación, y no hizo nada más. También dijimos que Putin atacaría Ucrania y que Lukashenko le ayudaría a hacerlo, pero nadie nos escuchó. Es difícil luchar en estas condiciones, pero nuestra resistencia no está muerta, y sigue siendo fuerte.

El año pasado, durante la visita a Rusia del presidente del Comité Internacional de la Cruz Roja, Peter Maurer, pidió usted a esta organización que interviniera para detener el uso de la tortura en Bielorrusia. ¿Cree que la oposición de su país no ha contado con suficiente apoyo internacional?

Maurer dijo que no quería discutir el asunto con un escritor cuyas obras dijo apreciar. Dijo que mi petición de que la Cruz Roja visitara las cárceles bielorrusas era pura fantasía, ya que la organización no tiene un mandato específico para ello; añadió que la Cruz Roja sólo puede ayudar a los prisioneros en caso de guerra. Esto demuestra la incapacidad de la organización para adaptarse a los retos actuales. La Cruz Roja bielorrusa no es útil cuando se le pide que visite las cárceles, mientras que es bastante útil cuando sus miembros supervisan elecciones fraudulentas, como las que tuvieron lugar el pasado agosto en mi país, durante las cuales se registraron cientos de casos de fraude. Por eso necesitaríamos una reacción de la Cruz Roja Internacional: ¿están al tanto de estos hechos, tienen la intención de hacer oír su voz?

Nunca debemos olvidar las lecciones del pasado: el campo de concentración de Mauthausen lo construyó en Austria una empresa privada que también se benefició de la financiación procedente de la Cruz Roja alemana [el nazi Oswald Pohl, tesorero de las SS y futuro general, fue presidente de la organización en Alemania desde 1938]. Hoy en día, cuando los bielorrusos hacen donaciones a la Cruz Roja -hay que hacer notar que algunas fábricas y escuelas están obligadas a contribuir-, ese dinero podría servir para pagar el fraude electoral, al igual que en la Alemania de los años 30 podía utilizarse para construir un campo de concentración.

Cruces rojas ayuda a desmontar algunos de esos mitos patrióticos y nacionalistas que Putin ha conjurado para intentar justificar su guerra de invasión. ¿Hay mucha gente, tanto en su país como en Rusia, que siga siendo receptiva a este tipo de relato? ¿Y qué tipo de eco ha encontrado entre los lectores una historia como la que usted cuenta en la novela?

En estos países todavía hay mucha gente que cree en las tonterías de la televisión estatal, están en cierto modo «programados» para pensar así, y por eso me temo que ningún libro puede ayudarles a cambiar de opinión. Creo que tanto a Lukashenko como Putin se les puede llamar herederos de Stalin: piensan como él y han adoptado sus métodos. Putin califica el derrumbe de la Unión Soviética como principal tragedia geopolítica del siglo XX. Moscú ha cerrado la ONG Memorial [fundada por el Premio Nobel de la Paz Sajarov] que luchaba por la defensa de los derechos humanos, para preservar la memoria histórica y recordar a los rusos los crímenes del régimen soviético. Putin sueña con restaurar la Unión Soviética, y ahora mismo, ante nuestros ojos, ha desatado una guerra sangrienta contra el pueblo de Ucrania que quiere deshacerse definitivamente de ese pasado.

Sasha Filipenko es un escritor bielorruso de lengua rusa nacido en Minsk y opositor al regimen de Lukashenko exiliado en Suiza, se formó como músico clásico, cursó estudios de literatura en San Petersburgo y ha trabajado como periodista y guionista. Su obra teatral “El ex-hijo”, prohibida en su país, se estrenó en Kiev.

Fuente: il manifesto global, 18 de marzo
Traducción: Lucas Antón para sinpermiso.info

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