El racismo norteamericano es un diamante puro

Por Sergio Kiernan

El racismo norteamericano es un diamante puro

Les dicen Karen, un nombre que indica cierta edad y que, en el contexto norteamericano, avisa que es blanca. La Karen más famosa de estos días es una mujer que el lunes paseaba el perro por Central Park sin correa, como es obligatorio. Un negro que andaba por ahí con binoculares le pidió que le pusiera la correa. La Karen no dudó, le dijo que de ninguna manera, sacó el celular y llamó a la policía. El negro, mientras, la filmaba. Como si fuera un artista, la mujer agregó la línea fatal: «les voy a decir que un negro me está amenazando». Resultó que el hombre, Christian Cooper, era politólogo graduado en Harvard, estaba impecablemente vestido y se explicó con facilidad a los agentes, simplemente mostrando el video de la discusión. La mujer no fue arrestada pero le tomaron los datos y puede ser acusada por falsa denuncia. El video se hizo viral y para el martes la echaban de su puesto en una financiera.

Las Karen son la nueva versión del viejo personaje que siempre ve a los negros, marrones y amarillos como peligrosos. En otros estados estas señoras hasta abren fuego contra los peligrosos, o llaman al marido para que venga con el AR-15 automático. Las Karen son señoras que además se creen que pueden llamar a la policía para que les haga ganar cualquier discusión. Es que las Karen saben algo, saben que son blancas y que en Estados Unidos los blancos tienen razón. Lo raro del incidente en Central Park es que por una vez, le salió mal.

Esta Karen sin armas y urbana recibió críticas y burlas, y hasta tuvo que devolver el perro a la sociedad protectora de animales, porque se está yendo de Nueva York. En infinitos programas de radio y televisión la analizaron sin parar, hasta que aliviados de tener algo de que hablar que no fuera el coronavirus. Se habló de racismo, de la altivez de la clase media, de tantas cosas. Hasta que apareció el video en el que, ese mismo lunes, un policía de Minneapolis mataba casi sin querer, casi sin notar lo que hacía, al también negro George Floyd. Estados Unidos empezó a arder.

Las protestas violentas son una vieja tradición norteamericana y cada ciudad del país está marcada por el recuerdo de vastos incendios furiosos. Detroit y Newark ardieron por la muerte de Martin Luther King, arrancando el período moderno de este tipo de protesta en 1967. Por algo el lúcido James Baldwin tituló uno de sus ensayos más duros «La próxima vez, el fuego». Baldwin sabía, su libro es de 1963. Y también sabía que el racismo, el antinegro en particular, es el diamante inalterable que parece estar en el centro de la identidad norteamericana. Se puede ser racista, se puede ser antirracista, se puede estar harto del tema, pero no se puede ser indiferente.

Es una de las primeras lecciones al inmigrante, que de acuerdo a su color tiene que aprender su lugar. Los africanos miran con desconcierto la situación en que se encuentran al pasar la estatua de al libertad: de golpe son de segunda, cuestionables, peligrosos, mal vistos o invisibles. El blanco tiene que aprender que es blanco, lo que parece una tontera pero implica tanto que uno recibe el resentimiento de algunos como el poder de ser una Karen, si querés. Te lo demuestran hasta en el aeropuerto, donde uno ve filas inmóviles de morenos, asiáticos y centroamericanos que son revisados con lupa, mientras los blancos de clase media pasan con un par de preguntas formales. Si se trata de más que unas vacaciones, el mensaje es claro: adaptate, tomá tu lugar.

Esta enfermedad norteamericana, como la llamaron más de uno, ganó un valor notable por su viabilidad política. En cualquier país que no sea perfectamente homogéneo el racismo es cosa de todos los días. Es lo que hace que nuestras policías consideren correcto y funcional levantar a los vendedores ambulantes con cualquier grado de violencia ya que son africanos o morochos de por acá. Y es lo que hace que tantos resuelvan la menor discusión con un «negro de mierda», que exista la categoría ontológica de «negrada» -un sinónimo es «cosa de villeros»- y que violar chicas pobres se llame «chinitear». El racismo es muy concreto y se basa en memorias reales, que en Estados Unidos unos fueron esclavos de los otros, y que aquí unos cayeron bajo el Remington y otros metieron bala.

La diferencia es que en Estados Unidos alguien juntó en 1910 un millón de afiliados para una organización flamante llamada El Imperio Invisible de los Caballeros del Ku Klux Klan, dedicada exclusivamente a poner a los negros en «su lugar». ¿Qué lugar? El que tenían antes de la guerra civil, de esclavos, de propiedad mueble, de no-gente. En 1787, los flamantísimos Estados Unidos convinieron a nivel legal que un negro, libre o esclavo, equivalía a «tres quintas partes de un hombre» a fines del primer censo, en 1790. A los negros esto no les iba ni venía, a menos que alguien les contara que en el texto de la ley se decía que «aunque degradados en su estación de vida, son humanos». Este segundo Klan -el primero fue una guerrilla sureña- terminó siendo una formidable fuerza política en el sur y el oeste, atornillando racistas probados en gobiernos, legislaturas y jefaturas de policía. Lo que descubrieron era que el racismo era una herramienta electoral.

Política, prejuicio, identidad se entrelazan y crean algo perdurable, difícil de cambiar. Algo que, y esto es lo que da miedo, resulta natural, habitual. Lo más tenebroso del video que muestra cómo el oficial de policía blanco Derek Chauvin mató al sospechoso negro George Floyd es la falta de toda pasión. Floyd se deja esposar, resiste pasivamente, no empuja, no se enoja, simplemente se deja caer al suelo para que no lo metan en el patrullero. Lo reducen, lo tiran al piso boca abajo, Chauvin le pone la rodilla en el cuello y lo ignora. Floyd avisa que se asfixia, ruega que lo liberen, llama a su mamá. Chauvin ni lo registra, está en otra, no se enoja, no le pega, no le grita. Todo es rutina y para cuando se dan cuenta que se murió Chauvin está tan instalado que no levanta la rodilla por tres minutos más. Sus colegas le tienen que avisar que el detenido está muerto para que levante la pierna.

Esta banalidad en el mal es paralizante. Chauvin fue inmediatamente despedido y lo acusaron penalmente de homicidio en tercer grado. Es una descripción meridiana de lo que pasó, una muerte sin premeditación, con negligencia, con descaso. Que es exactamnte como se trata a alguien que no es del todo un ser humano, que es tres quintas partes de un ser humano, alguien a quien cuesta tomarse en serio como un par. Chauvin, nacido y criado en Estados Unidos, aprendió bien las lecciones que se le enseñan a todos los inmigrantes.

A todo esto, Minnesota es un estado progre, demócrata, y el intendente de Minneapolis es insospechable de ser un racista. De hecho, la derecha que al principio se quedó callada por la frialdad indefendible del video, ya lo está acusando de incitar la violencia en las calles por su rigor con los policías involucrados. Esto del racismo es mucho más duro que una simple cuestión de republicanos y demócratas.

Vía Resumen latinoamericano

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