El primer holocausto

Eugenia Zamora Chavarría

Casa de los esclavos en Gorea

En días recientes los medios de comunicación informaron de la muerte, en un incendio, de una familia senegalesa, dos niños y tres adultos, quienes habían emigrado recientemente a Denver, Colorado.

La policía local tiene en curso una investigación, pues, en el lugar de los hechos, tres encapuchados fueron vistos prendiendo fuego a la vivienda.

Recordé que, hace casi tres décadas, tuve ocasión de viajar a Senegal. Terminado el trabajo que me llevó a ese país, los anfitriones organizaron una visita a Gorea, isla a unos 30 minutos de Dakar.
Este pequeño lugar, lleno de baobabs, que se recorre a pie en casi una hora, tiene un museo en la que otrora fue una de las 29 casas para esclavos que tuvo la isla, en donde, como nos dice un articulista, “hay grilletes en las paredes, rejas y llantos impregnados en los muros”.

La casa, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, entonces de color blanco, tiene una arquitectura colonial holandesa del siglo XVI. De dos pisos, en el frente se aprecian dos escalinatas en semiarco, al lado izquierdo y derecho, para subir al segundo piso.

Entrando por el lado izquierdo de la planta baja, la primera habitación exhibe las diversas herramientas que se utilizaron para medir, pesar y clasificar a las personas apresadas mientras llegaba el barco esclavista que las trasladaría a otros continentes.

Los demás cuartos eran celdas que se organizaban hasta llegar al extremo derecho de la casa. En la segunda, se ubicaban las mujeres vírgenes. Era la única que contaba con un agujero, que cumplía las veces de inodoro, con el fin de que su himen no se lastimara y ello abaratara su precio.

La tercera celda contenía a las mujeres recién paridas. En la de enfrente se ubicaban los bebés de esas madres y, en otra, las demás mujeres.

Separación. En medio se localiza un largo pasillo y, a lo lejos, por una abertura, se ve el mar. Conocida como La Puerta del No Retorno, era una especie de muelle por donde se embarcaba a los esclavos.

Allí, veían por última vez a sus familias, pues irían a destinos diferentes. En la siguiente celda se encerraba a los hombres no redituables (menor peso, estatura y mayor edad) y, en el cuarto final, a los hombres jóvenes y fuertes, quienes pesaban más de 60 kilos, para asegurar su supervivencia durante la travesía en una lúgubre bodega y un mayor precio de venta.

A todos, hombres, mujeres y niños, les ponían grilletes en manos y pies y los encadenaban entre sí.
Si alguno quería huir tirándose al mar, arrastraba a los demás a la muerte, pues el lugar está infestado de tiburones. Allí, donde permanecían largos períodos, en proceso de “engorde” a la espera del siguiente barco, unas 200 personas en cada pequeña celda debían comer y hacer sus necesidades, desnudas, mezcladas con sus propios residuos.

Muchas no pudieron emprender el viaje por carecer de las condiciones que les daban valor “comercial” o por enfermedades, tales como la peste negra, pues, en las condiciones de hacinamiento e insalubridad descritas, morían antes.

Se nos explicó que la esclavitud no era algo “nuevo”. Era practicada, como en todos los continentes, entre las tribus de la zona. Los ganadores esclavizaban a los perdedores.

Lo que cambió fue que portugueses, y después holandeses, ingleses, españoles y otros pueblos, dieron inicio, en gran escala, a este “comercio” de humanos.

Sufrimiento africano. Se calcula que, del siglo XVI al XIX, alrededor de 20 millones de africanos, provenientes del oeste continental, fueron esclavizados.

Por eso, algunos definen esta trata de personas como el primer gran holocausto de la historia, perpetrado contra el pueblo africano.

El peso, la medida, la edad, el sexo y la virginidad aseguraban que, a otros continentes, llegaran los mejores “especímenes” de esta sufrida raza.

Decía Leonardo Padura, en una entrevista, que no se puede escribir bien de algo que a uno no le duela desde adentro.

Regresamos a Dakar entrada la noche. En el ferri, al calor de las notas del músico senegalés Baaba Maal, también se escuchaba el llanto de los hombres y de las mujeres que visitamos la isla.

Hoy, casi 30 años después, aún busco respuesta a la razón de ese llanto colectivo. ¿Acaso una toma de conciencia que supera la comprensión intelectual y remueve todo desde adentro? ¿Acaso una culpa colectiva que, como humanidad, cargamos y que todavía no expiamos?
Ciertamente un dolor nacido de las entrañas.

Magistrada del Tribunal Supremo de Elecciones.

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