EEUU: La gota (de sangre) que derramó el vaso

Daniel Espinosa

Foto: youtube.com
Los asesinatos de afroamericanos a manos de la policía son una de las muchas plagas que azotan Estados Unidos. Ella se resiste a dejar sus calles incluso ante el continuo registro en video que hacen sus ciudadanos, el 80% armados de “smartphones”. Durante la última década, el mundo ha podido observar decenas de tiroteos brutales contra ciudadanos desarmados y varios sofocamientos letales como el que acabó con George Floyd el último 25 de mayo.

Todo eso sin contar el abuso no letal, rutinario y cotidiano. Hoy podemos ver por internet que EE.UU. atraviesa una crisis terminal más allá del Covid-19, muy lejos de ser el ejemplo que el periodismo corporativo mundial, el cine y su propia caja boba nos pintaron durante décadas. Estados Unidos es una advertencia.

Los Años Maravillos de Kevin Arnold quedarón atrás. Tampoco hay una pizca de heroísmo en “Zero Dark Thrity” y el resto de filmes bélicos que desde hace dos décadas intentan vendernos la tortura y los drones como las herramientas de una democracia. La descomposición humana que observamos en nuestras sociedades venidas a menos de estos días tiene uno de sus muchos focos y puntos álgidos en sus anteriormente verdes suburbios. Esa es una realidad que millones de norteamericanos preocupados y lúcidos tienen muy presente.

Vientos de cambio

Un policía blanco de impecable uniforme tiene su rodilla fuertemente presionada contra el cuello de George Floyd, un afroamericano de 46 años, quien ya ha sido reducido, puesto en una patrulla y sacado de ella nuevamente para ser tumbado en el pavimento. Durante los cinco o seis minutos que permanece consciente, Floyd intenta comunicarle al oficial Derek Chauvin que no puede respirar. No solo Floyd, varios transeúntes también le indican que el hombre se ahoga, que ha dejado de oponer resistencia; luego, que parece haber perdido la consciencia. Como en casos anteriores, es inútil, el policía continúa sobre su cuello durante minutos, incluso luego de que el hombre parece haberse desvanecido. Floyd es recogido del suelo poco después por paramédicos. Pronto sería declarado muerto.

Y esa fue la gota que finalmente derramó el vaso. Cientos de miles salieron durante los días siguientes a las calles de las principales ciudades de EE.UU. a manifestarse, de manera tanto pacífica como violenta.

No es de extrañar que el hartazgo haya cristalizado justo ahora: a principios de mayo se hizo viral un video en el que se observa cómo un ciudadano de Georgia y su hijo le disparan a Ahmoud Arbery. El afroamericano de 25 años había salido de su casa a hacer ejercicios, olvidando que su color de piel predispone a sus muchos de sus compatriotas blancos a verlo con prejuicio y temor.

Aunque el incidente ocurrió en febrero, no se hizo arrestos hasta que el video se hizo público, provocando justificada indignación. El 13 de marzo, cerca de la medianoche, Breonna Taylor, de 26 años, murió tras ser baleada mientras se encontraba en su cama. La policía de Louisville, Kentucky, entró a la casa de esta enfermera afroamericana y, tras una breve confrontación con su pareja, disparó contra ambos. Ocho disparos “legales” acabaron con su vida. Como explica el New York Times (30/05):

“La policía estaba investigando a dos posibles comercializadores de drogas (que operaban) desde una casa alejada de la de la Srta. Taylor. Pero un juez había firmado una orden permitiendo a la policía intervenir (su) residencia porque la policía dijo que creía que uno de los dos hombres había usado (su) departamento para recibir paquetes”.

El artículo menciona también que la singular orden firmada por el juez para intervenir el domicilio –una “no-knock warrant”– le permite a la policía ingresar a propiedad privada –armada hasta los dientes– sin previo aviso y sin identificarse a sí mismos como agentes del orden… ¡alucinante! Casi como provocando una confrontación.

El asesinato de Taylor recién ganó relevancia mediática en mayo, como sucedió con el de Ahmoud Arbery. Por todo esto no debería extrañarnos que, esta vez, una mezcla de norteamericanos de todas las extracciones haya salido a decirle basta, de manera enérgica y violenta, a unas fuerzas del orden abusivas y racistas (tradicionalmente infiltradas por el Ku Klux Klan).

Entre la cárcel y la ejecución sumaria

La esclavitud acabó, pero la discriminación solo renueva su fachada cada cierto tiempo. Así, a pesar de constituir poco más del 10% de la población total, el 40% de los hombres encarcelados en Estados Unidos son afroamericanos. Una de las causas de este racismo estructural, pues no se trata de una predisposición genética al crimen –como propuso alguna vez cierto racismo con ínfulas científicas–, es la archicorrupta “Guerra contra las Drogas”. Ronald Reagan la llevó a extremos absurdos a principios de la década del 80. El mismo Reagan que se refería a los negros como “monos” y decía que a los africanos “les incomodaba usar zapatos”.

Y el que no es encarcelado debe sobrevivir a otro tipo de amenazas institucionales. Entre las muchas muestras captadas en video se encuentra el asesinato de Mario Woods, ocurrido en la progresista ciudad de San Francisco en 2015. Un fusilamiento en toda regla: por lo menos diez policías rodean y apuntan con varios tipos de arma a un afroamericano que sostiene un cuchillo y, a todas luces, sufre de algún tipo de problema mental. Se encuentra apoyado contra un muro a varios metros de los agentes. Ante las repetitivas indicaciones no escuchadas de que suelte el arma, por lo menos cinco de ellos abren fuego contra Woods al mismo tiempo, sin verse directamente amenazados. Un testigo horrorizado reacciona comentando lo innecesario de la brutal y cobarde demostración de fuerza (abc7news.com, 07/10/18).

El caso de Eric Garner, ocurrido un año antes, sería bastante más sonado que el de Woods. Por su enorme complexión, varios policías lo rodearon para llevarlo al suelo. Una vez ahí, como Floyd, fue sofocado hasta la inconsciencia. Como Floyd, Garner también pidió ayuda y expresó con dificultad que no podía respirar. Lo hizo muchas veces, según el registro en video que hizo Ramsey Orta, un joven de 22 años de ascendencia negra y latina que conocía a Garner (intervenido porque los policías pensaron que estaba vendiendo cigarrillos de contrabando). Como demostró el video de Orta, el afroamericano pudo dialogar previamente con sus verdugos, acusándolos de hostigarlo constantemente y negando que hubiera realizado cualquier acto indebido.

El homicidio –así fue calificado– suscitó manifestaciones en 50 ciudades del país. Su asesino, el policía Daniel Pantaleo, venía con historial: había sido denunciado en 2012 junto con otros cuatro colegas por abusar de dos ciudadanos afroamericanos haciéndolos desnudarse en la calle para registrarlos de manera humillante, con “tocamientos” incluidos. Al ahorcar a Garner, además, hizo uso de una llave de estrangulamiento prohibida por su institución. Pero (y de ahí la rabia) Pantaleo solo fue despedido, siguiendo el patrón de impunidad del que rutinariamente se benefician estos matones con placa.

La historia no terminó ahí. Ramsey Orta, el testigo que filmó el abuso, sería duramente acosado: “…la policía de Nueva York ejecutaría su venganza a través del hostigamiento selectivo y, eventualmente, el encarcelamiento… el castigo de Orta por atreverse a mostrarle a mundo la brutalidad policial…” (The Verge, 13/03/19).

El acoso contra Orta no se llevaría a cabo por un afán caprichoso de represalia, sino como una estrategia diseñada para producir resultados concretos. En abril de 2015, un año después del asesinato de Eric Garner, otro policía asesinaría a un afroamericano llamado Walter Scott. En su declaración, el oficial diría que Scott se abalanzó sobre él, dejándole ninguna otra alternativa que disparar. No sabía que había sido filmado. En realidad, Scott corría en dirección opuesta al policía y ya se encontraba a unos quince metros de él cuando, apuntando con frialdad, el de azul le disparó ocho balazos por la espalda. Pero en ese caso, el testigo detrás del teléfono inteligente, Feidin Santana, dudó a la hora de hacer público el asesinato: había escuchado sobre el acoso y encarcelamiento de Orta y su familia.

Algunos datos interesantes sirven para poner el asunto en contexto: en un día normal, la policía norteamericana mata más personas que su par británico en todo un año. Mientras que la policía de un condado californiano llamado Stockton mató a tres personas en los primeros meses de 2015, para citar otro ejemplo, la policía islandesa solo ha matado a una desde 1944. Finalmente, mientras en Estados Unidos la policía se vio involucrada en 97 tiroteos en un determinado mes, en Australia, otro heredero de la Commonwealth británica, se han dado 94 tiroteos similares entre 1992 y 2011 (Consortium News, 30/05/20).

Como señala el periodista norteamericano Daniel Lazare, en Estados Unidos –cosa llamativa– no existe un registro de cuantas personas son asesinadas por la policía. “Ausencia de conocimiento –explica Lazare–, significa ausencia de control, lo que se traduce en departamentos de policía conduciéndose con relativa impunidad”. Ahora la ciudadanía norteamericana parece unida en su disposición a cambiar esa realidad, y no necesariamente a través del diálogo.

Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 5 de junio de 2020

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