Dan La Botz
Hace un par de noches pasó ante la puerta de mi casa en Brooklyn una manifestación, un río de miles de jóvenes de todas las razas, con mascarillas debido a la pandemia, marchando codo a codo, gritando el nombre de George Floyd, exigiendo justicia. Vi la Historia abriéndose camino por la ciudad, la juventud llevando el futuro a hombros. Esto sucede en todo EE UU desde hace más de una semana.
Cientos de miles de personas en las ciudades grandes y pequeñas de todo el país se han unido durante los últimos diez días en manifestaciones de protesta por el asesinato a manos de la policía de George Floyd, el 25 de mayo en Minneapolis, Minesota. El gerente de un comercio local llamó a la policía para denunciar que Floyd había querido pagar con un billete falso de 20 dólares. Acudió la policía, esposaron a Floyd, lo tumbaron y uno de ellos, Derek Chauvin, puso una rodilla sobre el cuello de Floyd durante casi nueve minutos. Floyd estuvo repitiendo: “No puedo respirar”. La gente que estaba mirando pidió a los agentes que dejaran de estrangularlo, pero no lo hicieron y Floyd murió. Aunque los cuatro policías implicados en el asesinato fueron expulsados del cuerpo al día siguiente, Chauvin no fue acusado de asesinato en tercer grado hasta tres días después. Fue la negativa de las autoridades a acusar a Chauvin y después a los otros cuatro hombres la que provocó la erupción de las protestas, primero en Minneapolis, donde los manifestantes pusieron fuego a la comisaría de policía, y después en todo el país.
Las manifestaciones se propagaron en los primeros días a todas las grandes urbes del país y durante la semana a más de 600 ciudades, grandes y pequeñas, de los 50 Estados. En las ciudades grandes, con sus poblaciones diversas, gentes negras, blancas, latinas y asiáticas desfilaron juntas, pero en los núcleos urbanos con poblaciones mayoritariamente blancas o latinas también hubo manifestaciones de idéntica índole. Hubo protestas incluso en Montana, donde menos del 1 % de la población es negra. En todas partes la gente retoma el lema de 2014 en carteles y consignas: Black Lives Matter (La vida de las personas negras importa). La gente relaciona el asesinato de Floyd con el racismo, la violencia y los asesinatos policiales en sus propias ciudades. En Louisville, las y los manifestantes también protestaron contra el asesinato por la policía de Breonna Taylor, asistenta técnica sanitaria de urgencias de 26 años y afroamericana, en cuya casa penetró sin llamar la policía el 13 de marzo, buscando drogas, y le disparó ocho veces, matándola. No se hallaron drogas en la casa. En Georgia, la gente reclamó justicia para Ahmaud Arbery, un joven de 25 años que fue asesinado el pasado 23 de febrero mientras corría para hacer ejercicio en la calle, por disparos de un antiguo agente de policía, su hijo y un tercer hombre que declararon que creían que era un ladrón. Las autoridades tardaron cuatro meses en detener y acusar a los asesinos.
El asesinato de Floyd recordó a todas y todos el estrangulamiento de Eric Garner a manos de la policía en Nueva York, en julio de 2014. Garner, acusado de vender ilegalmente cigarrillos sueltos de contrabando, fue detenido, sujetado y, al igual que Floyd, ahogado mientras decía “no puedo respirar”. El asesinato de Garner y el de Michael Brown en Ferguson, Misuri, en agosto dispararon las protestas de Black Lives Matter (BLM), que también se extendieron a todo EE UU aquel año, si bien las manifestaciones actuales han sido más numerosas y combativas. Los asesinatos policiales de hombres y mujeres negras, en muchos casos inocentes y desarmadas, son moneda corriente en toda la historia moderna de EE UU. Pese a que solo representan el 13 % de la ciudadanía estadounidense, la población negra tiene dos veces y media más probabilidades que la gente blanca de morir a manos de la policía.
De manera que no es solo el asesinato de Floyd, sino el largo historial y la práctica continuada de acoso, maltrato y asesinato policiales de las personas negras el que motiva las protestas. Las y los manifestantes, en su mayoría entre 12 y 30 años de edad, han salido a la calle a protestar, con mascarilla puesta, a pesar de la propagación del coronavirus, arriesgando su propia salud y su vida para denunciar la violencia policial que se ha llevado tantas vidas de gente negra. Las manifestaciones fueron pacíficas, pero al caer la noche, en algunas ciudades hubo incendios y saqueos, pese a que la misma gente que se manifestaba trató a menudo de impedirlos. En muchos lugares, la policía atacó violentamente y en ocasiones con crueldad a las multitudes pacíficas, lanzando gases, aporreando y empleando porras eléctricas. Han detenido a más de 10.000 personas, pero siguen fluyendo ríos de humanidad por los bulevares y las avenidas del país. El 3 de junio, el movimiento logró una victoria cuando el abogado general de Minesota imputó a los cuatro agentes, noticia que se recibió con aplausos en las calles.
La experiencia de la pandemia Covid-19 y el confinamiento nacional forman parte del contexto de la movilización. Esta ha segado la vida de 110.000 estadounidenses, y la tasa de mortandad de personas de color –negras y latinas– ha duplicado la de la población blanca; sus muertes pueden atribuirse a años de falta de acceso a la atención médica, a unas viviendas abarrotadas y al hecho de que tuvieron que seguir trabajando por ser esenciales en la sanidad, los comercios de alimentos, el transporte urbano y el servicio de correos. Al mismo tiempo, 43 millones de estadounidenses han perdido su empleo y aunque en su mayoría han recibido subsidios de desempleo públicos y complementos del gobierno federal, hay quienes no los han cobrado, entre otros unos 4,3 millones de inmigrantes sin papeles. Incluso antes del asesinato de George Floyd, la pandemia de Covid-19 había puesto en evidencia las desigualdades raciales en la sociedad, y antes de su muerte ya había personas muriendo en hospitales con insuficiencia de materiales y equipos y diciendo “no puedo respirar”.
Una grieta arriba, un cambio abajo
En respuesta a las manifestaciones, los gobernadores de 24 de los 50 Estados federados movilizaron a unas 62.000 tropas de la Guardia Nacional, la reserva militar de los Estados, en un intento de restablecer el orden. Sin embargo, las protestas prosiguieron y se extendieron. Muchas ciudades trataron de imponer el toque de queda, pero la gente no lo respetó e incluso se opuso abiertamente, y la policía volvió a atacar violentamente, en muchos lugares, a manifestantes pacíficos. Al continuar las manifestaciones, Donald Trump, en conversación telefónica con los gobernadores estatales, los tachó de débiles y les dijo que debían usar la fuerza “para dominar” la situación. En Washington, D.C., Trump movilizó, además del Servicio Secreto que suele protegerle, a prácticamente todas las fuerzas federales imaginables para proteger la Casa Blanca: Policía Federal de Investigación Criminal (FBI), Seguridad Interior, Policía de Aduanas y Fronteras, Agencia Antidrogas (DEA), Servicios Federales de Protección Civil, entre otras. La alcaldesa de Washington tachó esto de “escandaloso”, el Estado vecino de Virginia retiró a sus agentes de policía para que no aparecieran al lado de tropas federales, e Illinois y Texas rechazaron todo el planteamiento.
Pero lo peor estaba por venir. El 1 de junio, Trump amenazó con movilizar tropas de ejército de EE UU, invocando para ello la Ley de insurrección de 1807. Tal como tuiteó el senador Ron Wyden, Demócrata de Oregón, “el discurso fascista que acaba de pronunciar Donald Trump se ha concretado en una declaración de guerra contra la ciudadanía estadounidense”. Ese mismo día, Trump hizo intervenir a la policía y las tropas para dispersar con gases lacrimógenos y a golpes a manifestantes pacíficos para que él pudiera cruzar la calle desde la Casa Blanca, junto con el secretario de Defensa, Mark Esper, y el general Mark A. Milley, presidente del Estado Mayor Conjunto, en uniforme de combate, para acercarse a una iglesia episcopal donde Trump posó con una Biblia en la mano. La obispa episcopal, Mariann Budde, se indignó por la violación de un espacio sagrado por parte del presidente y declaró que “de ninguna manera apoyamos la respuesta incendiaria del presidente a una nación herida y agraviada. Confiando en nuestro Salvador, que vivió una vida de no violencia y amor sacrificado, nos ponemos del lado de quienes buscan justicia por la muerte de George Floyd”.
La amenaza de Trump de movilizar tropas del ejército hizo que varias personalidades importantes del mando militar de EE UU se volvieran contra él. El propio secretario de Defensa contestó a Trump diciendo que las tropas militares no eran necesarias ni adecuadas. El anterior secretario de Defensa de Trump, el general James Mattis, emitió una mordaz declaración en la que no mencionó el nombre del presidente, pero lo comparó con los nazis y dijo que el llamamiento a recurrir al ejército era una amenaza a la Constitución y a la sociedad. El almirante Mike Mullen, exjefe de gabinete, criticó a Trump por su “desprecio de los derechos a la manifestación pacífica en este país”. El almirante retirado William McRaven, comandante de la Navy SEAL que dirigió la incursión en la que murió Osama bin Laden, dijo en una tertulia televisiva que “no se puede utilizar al ejército ni a la Guardia Nacional ni a la policía para dispersar a manifestantes pacíficos para que el presidente de EE UU pueda acudir a una sesión fotográfica. Esto no es moralmente aceptable”.
Los mandos militares no fueron los únicos críticos. Los cuatro expresidentes vivos –Jimmy Carter, Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama– emitieron sendas declaraciones en las que expresaron su preocupación por el trato racista y violento dado a George Floyd. Bush también lanzó un furibundo ataque contra Trump, diciendo que “el acoso y el prejuicio en nuestra vida pública sienta un tono nacional, otorga permiso para la crueldad y la intolerancia y compromete la educación moral de la infancia”. Esta crítica a un presidente en ejercicio por parte de un expresidente constituye una ruptura con el protocolo y la tradición. Y como ha ocurrido pocas veces, tres senadores Republicanos –Ben Sasse de Nebraska, Lisa Murkowski de Alaska y el único senador Republicano negro, Tom Scott de Carolina del Sur– también han criticado a Trump. Incluso el telepredicador Pat Robertson, viejo líder del movimiento evangélico blanco, se ha metido con el presidente por su actitud.
Mientras hay división en las alturas, en la base de la sociedad se ha producido un cambio en la opinión. Las encuestas muestran que ha habido un fuerte giro a la izquierda de las actitudes de la población estadounidense con respecto al racismo y la policía desde las manifestaciones de 2014 de BLM. Un sondeo de la Universidad de Monmouth revela que el 76 % de las personas encuestadas y un 71 % de las de raza blanca piensan que el racismo y la discriminación son “un gran problema” en EE UU. Esto supone un notable incremento de 26 puntos porcentuales desde 2015. El mismo sondeo muestra que el 57 % de la gente considera que la rabia de las y los manifestantes está “plenamente justificada”, mientras que otro 21 % considera que está “algo justificada”. Otro sondeo de CBS News indica que el 57 % de las personas encuestadas piensan que la policía trata probablemente de modo injusto a la población negra.
Las reivindicaciones del movimiento
Cuando comenzó el movimiento BLM en 2014 inspiró a decenas de miles de personas de todo el país a manifestarse en contra de la violencia racista de la policía y se celebraron muchos encuentros regionales, pero el movimiento no logró que los y las activistas se reunieran en una especie de convención para formar una nueva organización. Bastante pronto, los reverendos Jesse Jackson y Al Sharpton, que habían sido candidatos a la presidencia del Partido Demócrata, intervinieron en el nuevo movimiento para tratar de conducirlo por los canales históricos de la lucha por los derechos civiles, acercándolo al Partido Demócrata. Al mismo tiempo, fundaciones filantrópicas, ONG y el propio Partido Demócrata intentaron ganarse el apoyo de las cabezas visibles de BLM a sus diversos programas de reforma. Dos años después, 60 organizaciones presentaron “Una visión para Black Lives: reivindicaciones políticas para el poder negro, la libertad y la justicia”, un documento notable que planteó seis demandas encaminadas a poner fin a todas las formas de violencia e injusticia padecidas por la población negra mediante: el desvío de recursos de las prisiones y del ejército a la educación, la sanidad y la seguridad; la creación de una economía justa y controlada democráticamente; y la obtención de un poder político negro dentro de una democracia realmente inclusiva. Sin embargo, en ausencia de una organización nacional y de algún poder político independiente para luchar por este programa, el planteamiento no podía llegar muy lejos.
Esta vez, nuevamente, el agente del poder, el reverendo Al Sharpton, se puso al frente del movimiento pronunciando la emotiva elegía en el funeral por George Floyd, en la que dijo que “el motivo por el que nos manifestamos en todo el mundo estriba en que éramos como George, no podíamos respirar, no porque tuviéramos algún problema en los pulmones, sino porque no retirabais la rodilla de nuestro cuello. No queremos favores, basta con que os apartéis y nos dejéis ser y hacer lo que podamos”. Sharpton ha convocado una manifestación en Washington para el 28 de agosto, el aniversario de la Marcha sobre Washington de 1963, donde Martin Luther King pronunció su discurso I Have a Dream. Tal vez Sharpton haya encontrado de nuevo una manera de ponerse a la cabeza del movimiento para sus propios fines como agente del poder de los Demócratas.
Lógicamente, en tan solo una semana la revuelta nacional todavía no ha podido crear su propio liderazgo, al menos no a escala nacional, de manera que no existe ningún centro desde el cual avanzar una plataforma política. En algunas ciudades con una tradición más radical, como Oakland en California, las intervenciones en las asambleas hablan de socialismo y revolución, pero en la mayoría de lugares no es así. En general, las demandas se han limitado a la cuestión de la reforma de la policía. Las manifestaciones masivas mostraban sus demandas en los carteles: “Dejad de financiar a la policía” y “Desmilitarizad la policía” eran las más comunes, junto con llamamientos a dedicar los fondos a la educación y la sanidad. Otras reivindicaciones exigían que las autoridades “Prohíban las inmovilizaciones asfixiantes”. Algunos líderes políticos nacionales y locales han reclamado alguna vez que se ponga fin a la práctica del ejército de entregar sus equipos obsoletos, como carros blindados, tanques y armas, a las fuerzas policiales. Los Socialistas Democráticos de América (DSA) han lanzado la consigna de “Dejad de financiar a la policía”, pero esta frase puede ser interpretada por el público en general como un llamamiento a recortar el presupuesto de la policía o simplemente abolirla, siendo esto último el lema de algunos grupos socialistas y anarquistas. Sin embargo, las comunidades negras y latinas, así como las blancas pobres, demandan a menudo una vigilancia policial suficiente debido a la delincuencia en sus vecindarios.
El Partido Demócrata, y sobre todo sus miembros negros, tratan de asumir el papel de intérpretes del movimiento y de sus representantes políticos. La presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, ha dicho que el Partido Demócrata introducirá reformas. “Queremos que este sea un periodo en que podamos avanzar de una manera muy drástica”, ha declarado Pelosi. “No de forma gradual, sino de forma contundente para abordar esos problemas”. Hakeem Jefferies, presidente del grupo de congresistas negros, compuesto por docenas de Demócratas negros, ha declarado que el grupo está estudiando varias propuestas y que propondrá varias reformas de la policía en la próxima sesión. El diputado Adriano Espaillat de Nueva York ha dicho que propondrá el Manifiesto de Harlem para poner fin a la brutalidad policial, un documento de diez puntos que exige: 1) reducción del excesivo uso de la fuerza por la policía; 2) desmilitarización de los departamentos de policía; 3) transparencia, o sea, normas de conducta y responsabilidad; 4) formación en prácticas de desescalada y concienciación del cuerpo de oficiales; 5) impulso del diálogo y profundización de las relaciones entre la policía y las comunidades a las que sirve; 6) eliminación de las desigualdades en el trato dado a las personas; 7) eliminación de los incentivos materiales a la eficacia policial y los encarcelamientos; 8) supresión de las detenciones masivas y transición a una justicia de reinserción; 9) reconocimiento y responsabilidad por injusticias del pasado; 10) transición para abandonar un modelo de control policial. De hecho, estas reformas se plantean en EE UU desde la década de 1950, pero nunca se han adoptado. Muchas personas aducirán que no son posibles sin cambios más profundos del capitalismo estadounidense, incluido el desmantelamiento del racismo estructural en todos los ámbitos de la vida, desde la vivienda y la educación hasta el empleo.
La izquierda estadounidense se ha visto completamente desbordada e incapaz de desempeñar un papel significativo en las manifestaciones de estos días. La izquierda anarquista, que en general desprecia el movimiento pacífico masivo que a menudo ha practicado la desobediencia civil pacífica, se ha esforzado por potenciar la combatividad del movimiento, organizando a veces ataques a inmuebles. En muchos lugares, activistas de las comunidades negras se han opuesto a unas destrucciones que perjudicarían a sus comunidades, e incluso en los casos en que se atacaban comercios de lujo en vecindarios ricos, manifestantes pacíficos han tratado a veces de impedir la violencia. También se ha dicho que organizaciones de extrema derecha se han unido al movimiento en un intento de atizar el conflicto y provocar una guerra de razas. No cabe duda de que la violencia nocturna ha servido de excusa para una represión policial más violenta.
DSA, aunque ha emitido una declaración en que condena radicalmente la violencia policial, no ha conseguido movilizar a la organización. Las agrupaciones locales de DSA se han organizado en general por iniciativa propia, uniéndose a las manifestaciones, al igual de miles de activistas individuales de la organización. Esta última ha registrado el ingreso de 1.500 nuevos y nuevas activistas en la organización, que ha superado la cifra de 60.000 militantes. Sin embargo, la izquierda, a pesar de la crisis de la Covid-19, la segunda Gran Depresión, y de la revuelta nacional contra el racismo y la violencia policiales, no ha sido capaz de levantar un programa social más amplio, capaz de despertar el entusiasmo de la sociedad en general.
En este momento, la tarea de la izquierda es desarrollar un análisis y una perspectiva política que pueda responder a la compleja crisis política (medioambiental, sanitaria, económica y racial) y poner en pie una organización con una estrategia para luchar por una amplia alternativa política socialista Nuestros principios siguen siendo los mismos: rebélate y lucha por la democracia y el socialismo.
Traducción: viento sur