Don Daniel y yo

Luis Guillermo Solís Rivera
Presidente de la República

Carta incluida en el programa del acto solemne de develación del retrato del Expresidente de la República y Benemérito de la Patria Daniel Oduber Quirós, el 15 de junio del 2017 en la Asamblea legislativa.

Con don Daniel Oduber conversé personalmente muy pocas veces en mi vida, quizá tres, aunque pienso que fueron solo dos. Sin embargo, la más importante de ellas —y sin duda la más impactante para mí— fue una en la cual, aún sin haber estado con él en esa oportunidad, recibí una lección política que conservo y aplico con frecuencia.

Lo recuerdo vividamente. Fue en 1966 y yo tenía ocho años. Acababan de pasar las elecciones en que él había sido derrotado por José Joaquín Trejos Fernández. A la sazón, mi papá, liberacionista como toda la familia, había ordenado que en casa se pusiera fin al proselitismo, se diera por buena la elección popular y a partir de entonces se respetara —como se hizo— al nuevo mandatario. Papá fue tajante y se notaba.

Yo, sin embargo, pensé que debía darle un consejo final a don Daniel y le escribí una carta a mano, con mala letra y a lápiz. Le pedí a mamá me llevara a entregarla a la oficina del candidato, allá por el Parque Morazán. Maestra al fin y no queriendo coartar mí infantil iniciativa, mamá lo hizo y alegando que quería llevarnos a mis hermanos y a mí al parque japonés, que quedaba frente a la escuela Metálica, usó la estratagema para concretar mi solicitud sin que papá se enterara.

Días después, una tarde, papá llegó a casa inusualmente temprano y me convocó en compañía de mamá para resolver un misterio: al apartado postal de la familia había llegado una carta dirigida al «señor» Luis Guillermo Solís Rivera, en un sobre cuyo remitente era Daniel Oduber Quirós.

Mamá palideció y yo, por el contrario, no pude contener la emoción de aquello y confesé nuestro crimen al instante. Papá sonrió, me dio la carta, la abrí y ahí estaba, sin lugar a dudas, la respuesta de don Daniel.

En ella, agradecía mi consejo de no perder la esperanza, de seguir adelante con su proyecto. Era un texto corto, escrito a máquina, probablemente redactado por la “negra” Rosario Castro, pero lleno de respeto cívico y afecto.

Guardé aquella carta como el mayor tesoro y en algún momento se me perdió como el unicornio azul, probablemente traspapelada durante alguna mudanza; ya que “naufragios”, como decía Luis Alberto, solo tuve uno, y ya para entonces la carta había desaparecido.

Sin embargo, desde entonces hasta hoy la tengo muy presente. Tanto, que cada vez que un niño o una niña que incluya una dirección ubicable o un número telefónico en mi correspondencia, hago todo lo posible por responderla. Y por esa misma razón, soy especialmente cuidadoso en nunca negarle una fotografía a niño, niña o persona joven cuando me la pide.

Don Daniel me enseñó la importancia que aquel hecho, tan sencillo, podía tener en un pequeño, en su formación, en su entendimiento sobre el uso del poder en democracia y del respeto que el líder político debe a la niñez de su país.

Alguien dijo alguna vez —no recuerdo ni quien ni cuando— que “(…) Daniel fue el más intelectual de los presidentes y el más Presidente de los intelectuales costarricenses”. La historia juzgará esa frase que hoy resuena tan fuerte en el devenir de nuestro Poder Ejecutivo que, sin duda, ha echado de menos en muchas ocasiones la hondura y la agudeza do su pensamiento.

Pero sí tengo por cierto una cosa: en mi experiencia personal, aquel acto espontáneo y generoso de un líder político costarricense, que llegaría doce años después a ser Presidente de la República, tuvo un efecto que, transcurrido medio siglo, me sigue marcando y definiendo en mucho como si fuera ayer.

Hoy, al recordar la carta y a don Daniel en un momento tan trascendental para el país, le pago ese homenaje que entonces no pude hacerle y le digo a él, ahí, donde se encuentre, a su familia, a sus copartidarios e, incluso, a quienes nunca le quisieron, que hubo en su corazón un espacio recóndito en que el guardó, celosamente, sus mayores afectos y, entre ellos, el mío.

Daniel Oduber

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