Dios como pregunta: ¿filosofía o fe?

Víctor Mora

Víctor Ml. Mora Mesén

Para reflexionar ampliamente sobre la relación entre razón y fe puede partirse de una pregunta previa: el Dios que podría ser postulado a partir de razonamientos filosóficos, ¿es equiparable al Dios de la confesión cristiana? Este ha sido uno de los grandes dilemas de Occidente, cuya historia se ha decantado junto a la existencia de la Iglesia Católica o Protestante. Muchos han sido los intentos de encontrar una solución a esta pregunta. Pero hemos llegado al límite de los esfuerzos: el dios filosófico no llega a ser más que una construcción racional metafísica, con poca o ninguna relación con la realidad humana histórica. Por ello, desde la ilustración se ha tratado de explicar racionalmente el origen de lo religioso a partir de muy variadas perspectivas, como un último intento para resolver el problema de lo divino, sea para afirmar su existencia o para negarla.

¿Qué es, empero, lo que no permite un acercamiento tan fácil entre la racionalidad occidental y la fe cristiana? Una sola cosa: para los creyentes Dios es una persona. Es decir, un interlocutor, cuya palabra no es un conjunto de ideas abstractas sobre la armonía del universo o la respuesta inapelable acerca de la existencia personal. Dios es más un cuestionamiento que una doctrina, es una experiencia vital y no un dogma. No es el gran relojero, cuya mente técnica los científicos quisieran comprender con total certeza, como era el sueño de Albert Einstein o la irónica presunción de Stephen Hawking. Ni es una imposición doctrinal, nacida de la intolerancia de un pensamiento creado a partir de la alienación.

Aunque se niegue apriorísticamente la existencia de un ser divino o bien se mantenga un escepticismo racional relativo, lo cierto es que la pregunta sobre Dios se interseca con la posibilidad de trascendencia del ser humano y con la necesidad de mantener una esperanza en medio de la barbarie de nuestro mundo. Humanismo y fe se encuentran indisolublemente unidos por el deseo de definir un horizonte para construir una sociedad (entiéndase, el ámbito de conviviencia de los seres humanos) en donde podamos realizarnos plenamente como personas.

La tradición judeocristiana nos da cuenta de un Dios sorpresivo e incómodo, cuando se trata de refugiarse en privilegios que nos separan de los demás. Aún resulta más desconcertante cuando llama a algunos para que asuman la vida de los excluidos como propia, como lo reseñan los libros de los profetas del Antiguo Testamento. Y ni qué decir de un Dios convertido en desafío, que decide asumir la debilidad de un predicador itinerante y marginal en la Palestina del siglo I de nuestra era, condenado a muerte por los poderes hierocrático e imperial, como la forma privilegiada de diálogo con la humanidad.

Un Dios tan desestructurante difícilmente puede ser encajonado dentro de un sistema conceptual. Los intentos que hemos hecho acaban desbaratándose unos a otros. Para los creyentes, solo nos queda arriesgarnos a reflexionar con seriedad acerca de las preguntas que su palabra y acción sigue dirigiéndonos. Claro está, esto supone aceptar que él merece nuestra atención. Porque aunque se le puede reconocer como el fundamento último de toda realidad, su presencia en medio de la historia siempre es sutil y débil. Aquellos que lo toman en serio se reconocen porque asumen esa misma condición de minoridad para compartir con otros su experiencia de vida con él. Por esta razón, siempre resulta sospechoso todo discurso que usa a Dios para justificar el poder de un grupo humano, sea que afirme su existencia o que la niegue.

En resumidas cuentas, Dios no es, ni para creyentes, ateos o agnósticos, un concepto racional desde el cual explicar la realidad. Para los que tienen fe es una persona en quien se confía, porque camina a nuestro lado, empujándonos a asumir nuestra responsabilidad en la construcción de la sociedad que anhelamos. En este proceso él se constituye para los que creemos, en el garante del infinito valor de toda vida humana, que se resiste a ser domesticada en el orgullo nacido del egoísmo destructor de la fraternidad. Ante la disyuntiva “¿filosofía o fe?”, el Dios de la tradición bíblica prefiere el camino de la amistad, que admira la diferencia del otro en el gran don del encuentro en el amor, que fundamenta la libertad. No escoge una salida a la disyuntiva propuesta por la Ilustración, nos deja en ella porque no es un destructor de lo humano, ni un tirano destructor de la capacidad racional.

Siguendo el interesante debate que el señor Enrique Gomáriz y yo tenemos en este campo; hay que aclarar que lo arriba expuesto es lo que entiendo por experiencia religiosa. Sin embargo, hay que acotar que la negación de Dios o su afirmación se remiten a un último referente: la experiencia humana. Es decir, la interpretación que hacemos de lo vivido como seres pensantes. Para los que creemos, la vida no es otra cosa que espacio dialógico con un Dios que se comunica, porque de lo contrario no nos sería conocido. Para el que no cree, ese diálogo no existe. Pero creyentes o no, sí que nos comunicamos entre nosotros, usando palabras, imágenes, razones y símbolos. Nuestra diametral diferencia al referirnos al horizonte último de la vida no implica una separación en lo que nos une: la experiencia histórica concreta y la posibilidad de realizarnos en ella.

Lo que realmente debe ser motivo de lamento, es que dejamos de lado una preocupación humana legítima, por concentrarnos en aquello que nos divide en nuestra percepción de ella. Con ello queremos decir que desde un punto de vista meramente racional, ni la percepción religiosa ni la declaradamente atea pueden exigir mayor validez al margen de la evaluación de su contribución en la realización de unas personas y sociedades más humanas. Tanto la racionalidad pura como el fanatismo religioso han traído destrucción, porque ambos han sido instrumentos en manos de seres humanos egoístas, que los han usado como excusa para justificar sus intereses. Es en esos casos en donde el dogma religioso o el mito de la racionalidad pura terminan por atrofiar la mente y viciar la praxis humana. En estos extremos nunca encontraremos la paz, como tampoco creo que podamos encontrar la justa medida en un término medio salvador: esta idea no es más que una utopía pequeño burguesa con pocas probabilidades de concreción. Como creyente, me atengo a pensar desde un diálogo desafiante y sorpresivo: el que Dios ha entablado con nosotros desde la cruz y el que hemos iniciado con todos aquellos que compartimos la aventura de ser humanos.

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