Desextinción: ¿y si resucitamos un mamut y, después, un dinosaurio?


Recreación de un mamut en primer plano y dinosaurios al fondo, en el parque de dinosaurios de Atenas (Grecia).
Shutterstock / Bill Anastasiou

Miguel Pita, Universidad Autónoma de Madrid

La primera vez que mencioné la desextinción en público fue en una tertulia radiofónica de temas muy variados. Mi principal aportación fue comentar que un equipo de científicos había logrado reactivar el ADN de una pequeña ranita australiana que llevaba extinguida cerca de 30 años.

Además, me aventuré a vaticinar que, una vez logrado este hito, no se tardaría mucho en intentar desextinguir un mamut. En esa tertulia participaba el humorista Dani Martínez, que me replicó: “buena calentada”. Después añadió una broma del tipo: “venga, ya tenemos la pequeña ranita, sujétame el cubata y vamos a por el mamut”. Este original debate tuvo lugar hace cerca de una década y todavía no hay mamut resucitado, pero sí hay un ambicioso proyecto para conseguirlo.

La desextinción persigue emplear herramientas genéticas y celulares para devolver la vida a seres vivos de especies desaparecidas, como ocurre en Parque Jurásico y otros relatos de ciencia ficción. Sin embargo, existe debate en la comunidad científica sobre si esto realmente es posible o estamos vendiendo humo.

Mamá elefanta, hijo ¿mamut?

Primero, veamos en qué consiste el asunto. Imaginemos que nos proponemos resucitar mamuts. La clave residirá en reactivar su ADN. Para ello, partiremos de muestras de material genético aisladas a partir de pedazos de carne extraídos de alguno de los ejemplares congelados de la tundra. Este ADN hará de manual de instrucciones para producir mamuts: si es leído por la maquinaria adecuada, dirigirá la producción del embrión, las patas, el pelo, los colmillos, etcétera.

Pero para ello es necesario introducirlo en una célula que esté viva, que tenga el equipamiento de lectura y procesamiento de ADN plenamente operativo. Como no hay células vivas de mamut, tendremos que recurrir a alguna especie cercana, donde el ADN se sienta casi como en casa. Por ejemplo, un óvulo de elefanta al que se le reemplazará su propio ADN por el de mamut.

Esta célula que alberga el ADN de la especie a desextinguir es la otra pieza elemental del proceso: en ella está la maquinaria que sabe leer.
Como la vida no se puede crear desde cero –hay que heredarla–, el primer mamut resucitado será hijo de elefantes, no mamut al 100 %. Por eso muchos científicos afirman que la desextinción es imposible. Y en rigor, tienen razón.

El mamut desextinguido tendrá una inmensa mayoría de características de mamut producidas por su ADN, pero el óvulo de elefanta también dejará su huella. Para empezar, porque en el óvulo vaciado queda una pequeña parte del ADN de la elefanta; por ejemplo, el de unos importantes orgánulos llamados mitocondrias.

Para continuar, porque la gestación será responsabilidad de una elefanta, no de una inexistente madre mamut. Podría intentarse en un útero artificial de laboratorio, pero supondría una gran dificultad añadida.

Proceso de desextinción de un mamut.
Shutterstock / VectorMine

Un experimento fallido: el caso del bucardo

El primer animal desextinguido fue el bucardo, una cabra pirenaica. Llevaba décadas amenazado cuando se tomó una muestra de la piel del último ejemplar y se preservó congelada. Un par de años más tarde, se extrajo el ADN de esas células y se implantó en un óvulo (sin su propio ADN) de cabra doméstica, especie evolutivamente cercana.

Se ensayaron varios procesos simultáneamente y varias cabras portaron embarazos subrogados con óvulos propios y ADN de bucardos extintos. Una de las gestaciones resultó exitosa y el nuevo bucardo nació, pero falleció pocos minutos después por problemas respiratorios.

El problema en este procedimiento es la inadecuada calidad del ADN de la especie extinguida. La muestra de la piel albergaba un ADN veterano y especializado. Y ése no es un material apto para iniciar el proceso de la vida en un óvulo que tiene que dar lugar a todo un embrión de un futuro recién nacido.

Aunque podamos pensar que todas las células de nuestro cuerpo tienen copias idénticas de nuestra molécula de ADN única y personal, no es completamente cierto. Es verdad que los 40 billones de células que conforman un organismo proceden de la expansión geométrica de una sola célula original, un óvulo materno fecundado que porta una mezcla de ADN de nuestros padres. Sin embargo, esas reproducciones se especializan, lo cual conlleva que modifiquen sutilmente el ADN que contienen.

Cuando una copia de una copia de lo que un día fue el óvulo materno fecundado adquiere el destino de convertirse en, por ejemplo, célula del cerebro o la piel, es porque lee una parte concreta de la información de la molécula ADN. Simultáneamente, archiva mediante procesos químicos otra parte que no necesitará. Es decir, aunque todas nuestras células reciben un ejemplar idéntico de nuestro ADN, censuran distintas partes.

Por tanto, cuando los científicos emplearon ADN procedente de la piel del último bucardo, estaban empleando un manual de instrucciones con parte del texto tachado. Por eso fracasó.

Con ayuda del corta y pega genético

Hoy en día existen herramientas de edición genética, como la popular CRISPR-Cas9, que pueden intentar compensar este contratiempo. El objetivo es corregir el texto del ADN, esto es, recuperar mediante manipulación genética la fracción inutilizada o perdida.

Sin embargo, este enfoque supone inventarse parte del contenido, o copiarlo de una especie parecida. Por ejemplo, si en la muestra de ADN recuperada de la piel del último bucardo aparecía tachado el texto para producir pulmones funcionales, se intentaría sustituir ese fragmento de la molécula por las instrucciones para producir pulmones presentes en el ADN de la cabra doméstica.

Los más estrictos analistas afirmarán que un bucardo que posee pulmones de cabra (y además nace de una madre cabra) ya no será exactamente un bucardo. Entonces, ¿cuánto ADN tiene que ser original para considerarlo bucardo? Si es necesario el 100 % debemos asumir que nunca será posible.

Hemos de aceptar que los procesos de desextinción van a requerir que les donen el chispazo de la vida, es decir, como mínimo una célula hospedadora de otra especie y, casi siempre, reparaciones del tipo corta y pega de fragmentos de ADN. Esto último supondrá importar o copiar genes de especies cercanas. Y por supuesto, implicará otra serie de consideraciones alejadas de la genética, desde legales hasta ecológicas.

Próximos objetivos: el dodo, la paloma migratoria, el tigre de Tasmania…

Aunque es un asunto que avanza mucho más lento de lo que prometía, hoy existen numerosas empresas y grupos de investigación interesados en la desextinción. Una parte del desafío consiste en desarrollar herramientas genéticas con el inmenso grado de sofisticación requerido. Técnicas que, además, podrían tener aplicaciones en la medicina o la bioingeniería.

Otra parte del reto se sustenta en el puro interés de recuperar especies como el dodo, la paloma migratoria, la rata de Maclear o el tigre de Tasmania. En este grupo podemos incluir también la sorprendente propuesta de resucitar a los neandertales, lo cual encontrará conflictos éticos antes de siquiera intentarse.

Finalmente, otros equipos de trabajo probablemente sólo anhelan impacto social y rentabilidad a través de iniciativas sorprendentes del tipo Parque Jurásico. Por eso el mamut es un objetivo prioritario, a pesar de que ninguno de los intentos más modestos de desextinción haya sido realmente exitoso (y este es el “calentón” vaticinado por Dani Martínez).

Nunca volverán los dinosaurios

En ese sentido, aunque el mamut sea un reto accesible que seguramente (o no) aparecerá dentro de unos años gracias a los elefantes, los dinosaurios, extinguidos hace 65 millones de años, nunca lo serán. La imprescindible molécula de ADN no puede mantener su integridad tantos millones de años, así que habría que inventarse una parte demasiado grande del texto, porque tampoco hay parientes cercanos a quien copiárselo.

Sin embargo, eso no parece haber desmotivado a auténticos fanáticos del tema, como el paleontólogo galáctico Jack Horner, que lleva décadas soñando con desextinguir dinosaurios. Puesto que no ha tenido éxito por el camino de recuperar lo perdido, hace años decidió intentarlo modificando gallinas genéticamente (recordemos que las aves son dinosaurios). Un logro sonado de sus colaboradores ha sido conseguir gallinas con dientes que, afortunadamente, conservan el pequeño tamaño.

La conclusión es que la vocación de Doctor Frankenstein de la especie humana se mantiene incombustible a pesar de las dificultades (y del terrible desenlace de la novela). Sería estupendo que fuera igual de potente la vocación de preservar que la de resucitar.The Conversation

Miguel Pita, Doctor en Genética y Biología Celular, Universidad Autónoma de Madrid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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