Cuando la caída de la URSS se anticipó en un tablero de ajedrez

Cuando la caída de la URSS se anticipó en un tablero de ajedrez

MADRID, 14 oct 2017 (Uypress)- Se cumplen 30 años del Campeonato Mundial de Sevilla, en el que logró retener el título quien ya representaba los aires de cambio (Garry Kasparov) frente al exponente del viejo orden soviético y preferido de Moscú (Anatoly Karpov).

Según consigna Antonio Salvador, para El Independiente, fue mucho más que un hermoso duelo entre dos grandes maestros resuelto en la última partida. Fue mucho más que la final del Campeonato del Mundo de Ajedrez que más expectación había levantado desde el mítico match que enfrentó a Bobby Fischer y Boris Spassky en el verano de 1972. Fue la mejor metáfora de lo que estaba por venir en el tablero de la geopolítica: el triunfo de la revolución frente al viejo orden soviético.

En el otoño del 87, hace ahora justo 30 años, Garry Kasparov (Bakú, hoy Azerbaiyán, 1963) y Anatoly Karpov (Zlatoust, Rusia, 1951) libraron en Sevilla uno de los enfrentamientos más destacados en la historia del ajedrez mundial. Los dos jugadores soviéticos volvían a verse las caras dos años después de que El ogro de Bakú le hubiera arrebatado a su contrincante el cetro de campeón del mundo. Y había ganas de revancha. Bajo el formato del mejor a 24 partidas, Kasparov y Karpov se disponían a afrontar una contienda épica.

La cita llegaba en la antesala de un momento histórico. Justo un año después, Mijail Gorbachov accedería a la presidencia de la segunda potencia del mundo en sustitución de Andréi Gromyko y pondría en marcha la Perestroika, antes de que se consumara la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y naciera la Federación Rusa. Y, dos años después, el mundo iba a asistir a la caída del Muro de Berlín, icono del derrumbe de los regímenes comunistas que aún pervivían en Europa tras la II Guerra Mundial.

«Ya en la mentalidad de uno y otro se vislumbraba entonces cómo la Unión Soviética estaba muy dividida. Karpov representaba el viejo orden, el bloque soviético, y Kasparov la revolución y los cantos nuevos de libertad. A Karpov le gustaba más vivir tipo en comuna y estar con todo su equipo, mientras que Kasparov era muy individualista y vivía solo con su madre y su guardaespaldas», recuerda a El Independiente Joaquín Espejo Maqueda, uno de los tres árbitros del Campeonato del Mundo de Sevilla junto al holandés Geurt Gjssen (principal) y el soviético Lembit Vahessar.

A las 16.30 horas del 12 de octubre de 1987, el reloj de la marca Garde echó a andar. Los focos alumbraban sobre la mesa de madera fabricada al efecto -ésta hubo de recortarse unos centímetros para que Karpov pudiera llegar al final del tablero desde la silla roja de oficina en la que compitió- e instalada en el Teatro Lope de Vega, el escenario elegido para la disputa de la final. Empezaba el match número 34 en la historia del ajedrez y la 101 partida entre ambos jugadores. Kasparov, al que le bastaba con acabar en empate al término de las 24 para retener el título, empezó con negras y planteando una defensa Grünfeld. Firmaron tablas en la jugada 30 de las blancas. Esa igualada fue la tónica durante toda la final.

Tanto el aparato soviético como el poderoso Campomanes tenían un candidato preferido en la cita de Sevilla: Karpov. Como apunta Joaquín Espejo, el maestro nacido en Zlatoust fue un producto de la «factoría ajedrecística soviética» para luchar contra el estadounidense Bobby Fischer, que en plena Guerra Fría había propinado un duro golpe al orgullo soviético al ganarle con claridad a Boris Spassky en el histórico match celebrado en Reikiavik (Islandia) en 1972. No sólo eso. Antes de derrotar a Spassky en la final había vapuleado a Mark Taimánov y a Tigran Petrosian. Una afrenta inadmisible en una disciplina dominada históricamente por la Unión Soviética.

Salvo el breve reinado del matemático holandés Max Euwe (1935-37), los soviéticos mantenían la hegemonía ajedrecística desde 1927, cuando Alexander Alekhine se convirtió en el cuarto campeón del mundo tras Wilheim Steinitz, Emanuel Lasker y José Raúl Capablanca. Tras Alekhine vendrían Mikhail Botvinnik, Vasily Smyslov, Mikhail Tal y Petrosian. Aquella afrenta de Fischer había que vengarla y el elegido iba a ser Karpov.

En 1975, Karpov se convirtió en el decimosegundo campeón del mundo de ajedrez por incomparecencia de Fischer. El genio de Chicago no se presentó en disconformidad con las condiciones impuestas por la asamblea de la Federación Internacional. Empezaba así la era Karpov, que tres años después derrotó a su compatriota Víktor Korchnói en la final disputada en la ciudad filipina de Baguio y en 1981 -ya Korchnói bajo pabellón suizo- nuevamente en Merano (Italia). Se mantuvo hasta 1985, cuando le arrebató la corona un jovencísimo Kasparov. A sus 22 años, éste se había convertido en el campeón del mundo más precoz en la historia del ajedrez.

Igualadísimo durante todo el desarrollo, el match de Sevilla parecía decantado cuando Kasparov cometió un grave error en la jugada 50 de la partida 23 que dejaba el camino expedito a la victoria para su rival. Karpov llegaba con un punto de ventaja a la última partida. Pero sendos fallos cometidos en las jugadas 32 y 36 allanaron la victoria de Kasparov, que en igualdad de puntuación retenía el título. La presión llevó a Karpov a apurar en exceso el tiempo. Acababa de imponerse el joven maestro que representaba el aperturismo frente al jugador que representaba los valores del viejo orden soviético. Era el 19 de diciembre de 1987.

«Cuando pierde Karpov esa partida me fui a la habitación y el hombre estaba derrotado. En ésas recuerdo que llegó Florencio Campomanes descompuesto porque quería que ganara Karpov. Había un ambiente generalizado entre la FIDE, los soviéticos y los países del tercer mundo favorable a Karpov, porque Kasparov representaba el cambio», rememora Espejo.

En declaraciones al diario soviético Izvestia días después de la conclusión del Mundial, recogidas en el libro El Campeonato Mundial de Ajedrez de Eduard Gufeld y Efim Lazarev (Editorial Paidotribo), Kasparov desveló el secreto de su triunfo: «Entonces llegó la última partida. Yo sabía que era teóricamente imposible ganarla, algo que nunca había sucedido en la historia del ajedrez. Entonces decidí superar a mi adversario en el plano psicológico. Sabía que él querría hacer unas rápidas tablas. Y lo cierto es que, de haber sido un poco más paciente, podría haberlas logrado». En efecto, desde el enfrentamiento entre Lasker y Schlechter en 191o, ningún jugador había logrado ganar la última partida en una final del Campeonato del Mundo.

El genio de Bakú mantuvo el título oficial de la FIDE hasta 1993, cuando rompió con la Federación y creó la Professional Chess Association. Mantuvo el campeonato del mundo ‘clásico’ hasta que su compatriota Vladimir Krámnik lo derrotó en 2000 en Londres pero nunca ha roto amarras con el mundo del ajedrez, como demuestra su intento -en agosto de 2014- de alcanzar la Presidencia de la FIDE. Le ganó Kirsán Iliumzhínov, ex presidente de la república autónoma de Kalmukia y muy cercano a Vladimir Putin.

Alejado desde hace años de la competición, está instalado desde 2013 en Nueva York y ejerce como activista de los derechos humanos y conferenciante, con un caché de 40.000 euros más gastos de viaje en primera clase y alojamiento. Su traslado a EEUU tiene mucho que ver con la actividad política ejercida en Rusia, primero al frente del movimiento Elecciones libres 2008 y después liderando el Frente Cívico Unido (FCU), para intentar acabar con el régimen de El Calígula de Moscú. Fue así como bautizó a Putin.

En una conversación mantenida con el escritor italiano Roberto Saviano, publicada por El País en marzo de 2016, Kasparov argumentó por qué el presidente ruso nunca podría ser un buen jugador de ajedrez: «El ajedrez requiere una estrategia transparente: yo sé lo que tienes y tú sabes lo que tengo; no sé lo que estás pensando, pero por los menos sé cuáles son tus recursos. Putin, como todos los dictadores, aborrece la transparencia. Prefiere jugar con sus cartas ocultas, porque sólo así, como en el póker, puede tirarse un farol. Los dictadores podrán ser grandes jugadores de cartas, pero nunca serán hábiles jugadores de ajedrez porque para ganar tienen que mentir e intimidar a su adversario. Algo que es inadmisible en el ajedrez».

jwl

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