Chile: dossier

María García Arenales Revista Heterodoxia Carlos Morales Alfaro Martín Hopenhayn Rolando Astarita

Chile: dossier

Más de un millón de personas

María García Arenales

La manifestación de ayer fue considerada la mayor desde el fin de la dictadura chilena; organizaciones sociales se unen para exigir una Asamblea Constituyente en Chile.

Para poder entender por qué miles de personas, principalmente jóvenes, protestan en las calles de Chile desde el 6 de octubre basta con escuchar una breve conversación telefónica entre la primera dama del país, Cecilia Morel, y una amiga. “Adelantaron el toque de queda porque se supo que la estrategia es romper toda la cadena de abastecimiento […] intentaron quemar un hospital y tomarse el aeropuerto, o sea, estamos absolutamente sobrepasados. Es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice, y no tenemos las herramientas para combatirla. Por favor, mantengamos nosotros la calma, llamemos a la gente de buena voluntad, aprovechen de racionar la comida, y vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”, dijo la esposa del presidente Sebastián Piñera.

Se trata de un audio de Whatsapp, de menos de un minuto de duración, que fue filtrado en la tarde del domingo. Más tarde, el martes, Morel lamentó en Twitter su “desacierto” y dijo que al sentirse “sobrepasada por las circunstancias hizo que su estado de ánimo personal pareciera el de un estado general de gobierno”. En esa misma red social añadió que Chile no está para más divisiones e instó a que todos los actores de la sociedad trabajen por “disminuir la desigualdad y ser más humildes”.

Pero lejos de calmar los ánimos, las palabras de la primera dama sólo generaron polémica y añadieron más leña al fuego. Porque no se trata de un simple desacierto, ni de una invasión alienígena, como indicó Morel, sino de una auténtica desconexión entre las élites políticas y empresariales chilenas y el resto de la población, los sectores populares.

Si bien la mecha se prendió después de que el gobierno de Sebastián Piñera decidiera subir 30 pesos las tarifas del metro de Santiago, en realidad la crisis social que tiene a varias ciudades chilenas en estado de emergencia y con toque de queda se debe una acumulación de problemas, “de situaciones muy injustas derivadas del modelo neoliberal de los últimos 30 años”, explica a La Diaria la socióloga y dirigente feminista Claudia Dides.

Las intensas protestas, duramente reprimidas por las fuerzas militares, han dejado 18 muertos, más de 500 heridos, más de 2.400 detenidos, mujeres abusadas sexualmente, además de saqueos, incendios, pérdidas millonarias y enfrentamientos entre policías y manifestantes.

El miércoles y jueves fueron jornadas de huelga general y, de momento, las movilizaciones continúan. La crisis es de tal magnitud que la alta comisionada para los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, la ex presidenta chilena Michelle Bachelet, anunció que enviará una “misión de verificación para examinar las denuncias de violaciones a los derechos humanos” en el país.

De poco sirvió que en la noche del martes el propio Piñera se dirigiera a la nación ‒citando a Mario Benedetti‒ para pedir perdón a sus compatriotas por su “falta de visión” para reconocer que los problemas de “inequidad y abuso” se estaban acumulando, o que incluso admitiera que ni su gobierno ni los anteriores estuvieron a la altura de las circunstancias.

El mandatario, además, propuso un paquete de medidas que incluye aumentar 20% las jubilaciones básicas (unos 28 dólares), incrementar el salario mínimo, mejoras en materia de salud y un aumento de los impuestos a quienes más ganan. Sin embargo, Piñera decidió mantener al Ejército en las calles.

Una parte importante de la ciudadanía chilena considera que esas medidas son insuficientes y sigue reclamando que los militares se retiren.

“En general hay una resistencia a las medidas que anunció Piñera porque formaron parte de su programa (electoral) y, por tanto, no tienen nada que ver con las peticiones que se están haciendo hoy. Las medidas son insuficientes para los cambios que está pidiendo Chile, son migajas”, sentencia Dides.

La activista, que critica la ausencia de conducción política por parte del gobierno y la división de los partidos de centroizquierda, asegura que uno de los grande errores de Piñera es que “no sacó a nadie de su gabinete, no hay responsables políticos en esto”.

Esos reclamos del pueblo chileno a los que hace referencia Dides incluyen un aumento de presupuesto en la salud y educación públicas, y un “cambio total” en las pensiones, que funcionan bajo un sistema privado heredado de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) que reporta jubilaciones muy bajas a los trabajadores cuando se retiran. Es más, en Chile hay un elevado número de jubilados que se ve obligado a incorporarse al mercado laboral debido al bajo nivel de sus pensiones, ya que el promedio de lo que reciben se sitúa en los 290 dólares. También son muchas las familias que se endeudan para poder pagar la educación de sus hijos, y también lo hacen los propios estudiantes.

Otro de los reclamos de la ciudadanía es la nacionalización del agua y otros recursos naturales como el cobre y el litio, además de una nueva Constitución elaborada por una Asamblea Constituyente. De hecho, si hay algo que en estos días ha despertado una esperanza de cambio en el país es que numerosas organizaciones sociales se han reunido para reclamar un nuevo pacto social con una Constitución que reemplace a la actual, redactada en 1980, en plena dictadura. Entre esas organizaciones se encuentran la Central Unitaria de Trabajadores, la Coordinadora No+AFP, la Cumbre de los Pueblos, la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales y la Confederación Nacional de Federaciones de Pescadores Artesanales de Chile, a las que se suman artistas y otras figuras públicas.

“Estamos viviendo un momento bien complejo porque es tiempo de un nuevo pacto social en Chile y estamos discutiendo cómo lo vamos a hacer. No hay una fórmula, pero la gente no se ha ido a sus casas, se está organizando, está discutiendo. Más allá de la violencia y el vandalismo, también hay muchas asambleas. Nos hemos vuelto a reorganizar como hicimos 30 años atrás en el período de la dictadura militar”, explica Dides, que forma parte de ese colectivo de organizaciones sociales que exige cambios.

Chile, añade, necesita una nueva Carta Magna legitimada por su pueblo, elaborada con las organizaciones sociales y partidos políticos mediante una Asamblea Constituyente, “que tenga que ver con la realidad del país y donde se reconozcan los derechos básicos”, sostiene la activista.

Desde hace tiempo la reforma tributaria, la de las pasividades y la de salud permanecían atascadas en el Parlamento, y ahora estas organizaciones sociales han pedido que no se lleve a cabo ninguna votación, “que se paralice todo”, porque consideran que se necesitan proyectos de ley que efectivamente sean capaces de dar cuenta de la realidad que atraviesa el país y que se ha puesto en evidencia con este estallido social.

Asimismo, recuerdan que si el gobierno realmente quiere empezar a negociar para terminar con esta grave crisis, el requisito indispensable es que los militares salgan de las calles.

La Diaria

República o barbarie

Revista Heterodoxia

I. El palacio mirando una revuelta: de la tesis policial a resguardar el contrato social

Llegaron finalmente, Pietá… Ya golpearon nuestra puerta. No he dormido una pestañada, esperando que a la mañana todo esto no fuera más que un sueño horrible; pero los ruidos aumentaron durante la noche. Cruzaron el río, al fin… Ya no los podemos parar.

Meyer a Pietá en Los Invasores, Egon Wolff, 1963

Estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice, y no tenemos las herramientas para combatirlas

Cecilia Morel, 2019

¿Qué es lo que se cae y qué aparece con el estallido social? Aquellas incógnitas han estado en el núcleo de toda la vorágine de debates y opiniones que aparecen en la prensa y reportajes televisivos. Es cierto, esta lluvia de interpretaciones guarda mucho de inmediatez mediática y de ansias de profetas, pero no se clausura únicamente en aquello. Detrás de dicho ruido de opiniones está un debate político clave: determinar el terreno y los términos sobre los cuales se dará la interpretación de este estallido. En última instancia, determinar y caracterizar a las amigas y a las enemigas.

Pocas cosas son tan importantes como aquello. Toda guerra es una guerra de religiones, decía Gramsci y con ello se deriva algo importante: la política tiene muchas aristas, pero una fundamental es la batalla de las clases dominantes por lograr presentar exitosamente sus credos y su fe como la forma legítima de comprender tanto el orden social como sus tensiones. Perder aquello es dejar al poder desnudo solo con su propia facticidad: los toques de queda y el estado de sitio.

Ante ese escenario, la elite únicamente atinó inmediatamente a presentar su ya trillado discurso legitimador. Diferentes intelectuales aparecieron en todos los medios señalando lo inaudito que, en plena modernización capitalista, aparezca algo como lo que estamos presenciando. ¿Cómo una economía que ha abierto el consumo y el bienestar material a la población, que ha acelerado la individualización y la autonomía de los sujetos y que ha complementado dicho despegue material con la democracia política, puede experimentar tal nivel de barbarie? La pregunta solo les generó una respuesta: esto no es algo inherente a dicha ‘modernización’, sino un problema exógeno, acaso meramente generacional. Una juventud que no logra pasar sus pulsiones (sic) y anomia por el velo de la razón y que, por el contrario, busca imponer sus dolores subjetivos como criterios de verdad. Ante esa sinrazón, solo les quedó una consigna:

¡Modernización capitalista o barbarie!

Y detrás de esa consigna únicamente hay una tesis, la policial: el asunto es una república violentada por el desorden y la sinrazón. Aquella defensa justifica mucho, mal que mal, contra la barbarie toda forma de lucha es válida. Y se actuó en consecuencia con los militares en la calle reprimiendo, sin éxito, a ‘la invasión alienígena’. Sin embargo, las crecientes protestas aglutinaron a mucho más que estudiantes, las acciones políticas fueron más allá de las evasiones colectiva, y denunciaban mucho más que el alza en el sistema de transporte. Así, la primera hipótesis de la élite fue quedando cada vez más aislada.

Ante aquella situación, han aparecido otros intentos desesperados de interpretar esto en clave elitaria, solo que ahora de la mano del economicismo más burdo. Repentinamente, la pasión de los jóvenes se transforma en algo que hay que atender, porque contiene un malestar real y extendido, ahora supuestamente asentado en expectativas racionales incumplidas de las clases medias ascendentes. Si bien la promesa del modelo de ascenso social a partir de los méritos y la competencia se estaría cumpliendo, sería a un ritmo más lento del esperado. Y aquella disonancia entre las expectativas de ingresos de mediano plazo e ingresos de corto plazo genera una brecha temporal que se llena con el descontento. Lo peligroso de aquello, señalan repetidamente intelectuales del orden, es que el descontento desestabilizaría el orden institucional chileno que ha logrado reducir costos de transacción e incertidumbres de la inversión privada y haría que Chile cayera en eso llamado “trampa de los ingresos medios”. El descontento, mal gestionado, es la puerta abierta para el estancamiento de lo que, de otra forma, sería el oasis de dinamismo económico regional.

Lo curioso de esta idea es el supuesto en el que se basa: el pueblo que sale a protestar corresponde a una masa uniforme de individuos de clase media que actúan con calculadora en mano: midiendo la tasa de crecimiento de sus ingresos, sacando un resultado y evaluando racionalmente, si la utilidad de marchar se compensa con el costo de oportunidad perdido en términos de generación de ingresos. Aquella vulgaridad económica es comprensible: la élite utiliza al pueblo como un espejo, los busca comprender como extensiones menos exitosas de sí misma. Mal que mal, ese es el único registro que poseen para entender lo social.

Aquella lectura movió al Presidente en un segundo momento. La tesis policial ahora se complementaba con otra: gestión del descontento a partir de nuevos subsidios. El ingreso mínimo garantizado, el aumento de la pensión básica solidaria y del aporte previsional solidario, el nuevo tramo en el global complementario, congelar la tarifa eléctrica, etc. Este gigante ‘bono término de conflicto’ de 1.200 millones de dólares funciona bajo la premisa que la gente lo que desea en su interior, y por lo que protesta, es pasar de $X a $X+1.

Pero ni aquello, ni sus ideas, ni sus tesis ni sus políticas han cambiado nada. Del levantamiento se pasó a una huelga general, y de ésta a la concentración social más grande de la historia de Chile. El gobierno ahora debe, por obligación, respetar a la barbarie (incluso felicitarla amargamente por redes sociales) e invitarla a ‘dialogar’ sobre qué es lo que se busca en espacios formales e institucionalizados. Pero el gobierno no retrocede: dicen por prensa que ‘han cambiado’ y lanzan grandes consignas por un nuevo compromiso por la dignidad, pero por dentro cierran filas a cualquier reforma que mine alguno de los pilares de su orden. El horizonte parece reducirse a cuántos subsidios focalizados está el gobierno dispuesto a ceder sin poner en jaque el equilibrio fiscal. Uno puede ver lo vacío de sus llamamientos, como decía Marat, “Ya vemos perfectamente, a través de vuestras falsas máximas de libertad y de vuestras grandes palabras de igualdad, que, a vuestros ojos, no somos sino la canalla”.

II. El pueblo mirando al palacio: la economía moral de la multitud

¿Hasta cuándo el furor de los déspotas será llamado justicia y la justicia del pueblo, barbarie o rebelión?

Maximilien Robespierre

A pesar de la mala lectura inicial, debemos rescatar lo mencionado por un intelectual orgánico del orden como el profesor Carlos Peña: de lo que estamos hablando hoy es sobre capitalismo, cómo éste cubrió normativamente su realidad material bajo el lema de la modernización y cómo emergió en su propio seno, una base social que sencillamente paralizó al país.

Parte importante de la intelectualidad progresista ha señalado y documentado lo evidente: detrás del aparente éxito chileno se esconde una profunda desigualdad, precariedad laboral, informalidad en el empleo y bajas pensiones. Esta realidad material convoca a un malestar que, acumulado en el tiempo (y sin canales institucionales que los canalicen orgánicamente), termina en un estallido social. Detrás de la ‘modernización’ del consumo se esconde la barbarie de la deuda y la precariedad en el trabajo. Es precisamente esto lo que el economista Fernando Fajnzylber anotó cuando analizó el boom económico de Chile en los setenta: una ‘modernización de escaparate’. Los trabajadores tenían mayor oferta de bienes y servicios modernos en los escaparates de las tiendas comerciales, pero con ingresos típicos de un país periférico.

Eso es correcto, incluso necesario señalarlo majaderamente para romper de una buena vez el cerco ideológico del modelo, pero no señala lo medular: ¿qué representan los actores en disputa?

El estallido de hoy es parte de una ola de levantamientos que han venido sucediendo en Chile desde hace ya varios años. Las luchas mapuche contra el extractivismo forestal en el sur, las luchas de las comunidades contra las zonas de sacrificio de la industria minera y termoeléctrica, las luchas estudiantiles contra el abandono de la educación pública y el CAE, las luchas contra la propiedad privada del agua, las batallas contra el sistema de las AFP y las jornadas por la reducción de la jornada laboral tienen un hilo común: la desmercantilización de la vida social para tener una vida material digna. No es coincidencia que el lema más común del estallido hoy sea “Hasta que la dignidad se haga costumbre”.

La consigna por la dignidad es clave: es una crítica a una situación en que las personas carecen de los medios para impedir que otras decidan por ellas, viéndose como carentes de derechos y sometidos a relaciones paternales y arbitrarias. Vivir sin dignidad es vivir sometidas a otras. Por el contrario, una vida digna es vivir protegidas de ese sometimiento. Y el grito colectivo por la dignidad demanda un compromiso medular: hacer que la comunidad política asegure la base material para que nadie vuelva a vivir bajo la arbitrariedad y el abuso de otra.

En el fondo, la demanda encierra un llamado jacobino a ser libre.

Que esta situación de indignidad haya sido vinculada a la mercantilización de la tierra, las pensiones, el trabajo, etc. es sencillamente poner el principio de dignidad contra el principio de la libertad de mercado capitalista, en tanto ésta última depende su existencia de la mercantilización de todos los espacios de la vida. Es declarar explícitamente que a través de la libertad del mercado se erigen agentes que logran reducir la dignidad del pueblo. Esta demanda mina el principio normativo clave del capitalismo: el mercado es la fuente de la libertad en la modernidad.

Así, en estos términos, se hace visible la disputa clave: Libertad del pueblo versus libertad del capital.

Por esto ya no es suficiente decir que la batalla hoy tiene su origen en la desigualdad y la precariedad. Menos señalar que el problema es el ‘capitalismo de amigos’ y la ‘falta de competencia’ o la ‘democracia semisoberana’ o que la ‘modernización capitalista’ era una quimera. Aquí lo que hay es una batalla por los principios que gobernarán la vida social. Una batalla entre libertades: la libertad política que permite la toma de decisiones para asir la dignidad de la vida v/s la libertad capitalista, en la que la libertad finalmente se transforma opresión.

La disputa que se presenta en estos términos nos abre la puerta para una conclusión medular. El gobierno tiene la razón cuando sitúa la batalla entre república y barbarie. Pero se equivoca en la identidad de los actores que representan esos guiones. Quienes defienden el principio republicano de asegurar que el pueblo sea soberano y sea responsabilidad de todas asegurar la base política y material para ello son los y las participantes de la huelga general; y quienes defienden la barbarie (esto es, la arbitrariedad de una oligarquía comercial que ‘cocina’ reformas tributarias, la impunidad al financiamiento ilegal en política, la tercera cámara a-democrática del tribunal constitucional, la Constitución de la dictadura, etc.), es el gobierno.

Así, mientras los llamados del gobierno a dialogar con estado de sitio no son escuchados por el pueblo, éste último se agrupa en asambleas locales, juntas de barrio y en espacios públicos para ejercer el principio republicano principal: discutir entre libres e iguales sobre los fines que nos proponemos como sociedad.

En un lado se encuentra la república viva, en el otro la barbarie del toque de queda.

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El paraíso en guerra

Carlos Morales Alfaro

El 18 de octubre en Santiago de Chile fue el día en que todo estalló. Las demandas y peticiones populares acumuladas por décadas en los escritorios del Estado hicieron de combustible para la ignición. En la tarde de ese viernes, el ministro del interior, Hernán Chadwick invocaba la aplicación de la Ley de Seguridad Interior del Estado contra los manifestantes. En la noche, el presidente Sebastián Piñera anunciaba por cadena nacional la aplicación del Estado de emergencia. Un día para la historia.

Todo comenzó con la viralización de un video en el que un grupo de estudiantes secundarios se reúne fuera de una estación de metro para después ingresar corriendo sin pagar. Alegres, cantando y riendo. Niños a punto de emprender una travesura. La idea se replicó los días posteriores en más estaciones de metro, con más colegios uniéndose a la protesta contra el alza de $30 pesos en el transporte público. Metro cifraba en mil la cantidad de personas que no pagaron su pasaje. Mil de un total de dos millones de personas que a diario se movilizan por Santiago. Eso bastó para que decidieran suspender el servicio, en un día laboral a mediodía. Los estudiantes que protestaban, trabajadores que se devolvían a sus hogares, ancianos que no pueden movilizarse de otra manera, todos ellos juntos. Y enfurecidos. El pueblo se encuentra a sí mismo en un lugar inesperado: sus sindicatos fueron domesticados, sus partidos neutralizados, sus comunidades desintegradas, sus barrios abandonados. Pero el Metro los volvió a reunir.

Del lado contrario al renacer de los sentimientos de comunidad surge el espíritu neoliberal en toda su pureza. Las imágenes de los saqueos, robos y destrucción que han recorrido las televisiones y redes sociales de todo el mundo expresan la lección aprendida de todos estos años: si hay crisis, te salvas solo. Algunos sectores de las clases menos favorecidas por los años de oro del capital especulativo, sin ningún tipo de esperanza en el ideal de la fraternidad, ven una oportunidad de arrancar a otros la abundancia material que se les ha prometido. Las fuerzas de orden y seguridad han permitido estos desórdenes(1) por mandato directo de los dueños de los supermercados multinacionales, tras una reunión de estos con el presidente. A veces de manera evidente, otras por medio de agentes encubiertos de civil. Hechos de vandalismo se han multiplicado desde el anuncio de toque de queda en varias regiones del país. Hay delincuentes que se sienten más seguros robando con un soldado apuntándoles la nuca. Guerra sicológica de manual.

El profesor Jaime Bassa, abogado constitucionalista, explicó en la Comisión de Derechos Humanos del Senado(2) que la aplicación del Estado de excepción constitucional conocido como Estado de emergencia, en la práctica se ha desarrollado con detenciones por parte de miltares y suspensión de las libertades de movimiento y reunión, ambas facultades que no han sido delegadas a la jefatura militar y que no se contemplan en un Estado de emergencia. Este tipo de medidas se corresponden con otra medida excepcional, que es el Estado de sitio, reservado solo para el caso de una guerra interna (“estamos en guerra”, según el presidente Piñera). Este hecho constituye la mayor gravedad por tratarse de la violación de la Constitución y el Estado de derecho. Deberían rodar muchas cabezas cuando todo se aclare. En medio de este caos, las fuerzas militares han tomado las calles en actitud vengativa, disparando al cuerpo, amenazando a la gente en sus casas, golpeando indiscriminadamente a niños y ancianos.

Al 23 de octubre, las cifras de detenciones ilegales, muertes sin esclarecer, torturas, golpizas, violencia sexual y ataques con armas de fuego contra civiles son escalofriantes. El Instituto Nacional de Derechos Humanos ha realizado un último reporte(3) con más de 2600 detenciones contabilizadas, 584 heridos (245 por armas de fuego). Y cada día se multiplican. La Fiscalía Nacional ha confirmado una investigación exclusiva destinada a aclarar las circunstancias en las que han fallecido 18 personas, de las cuales 7 no se conoce su identidad. 5 han sido asesinadas por agentes del Estado (una persona por atropello y cuatro por disparos con armas de fuego), por lo que ya hay dos militares formalizados. Los recuerdos de tiempos oscuros aterrorizan a los más mayores.

La oposición en el Congreso evalúa aún qué medidas implementar. La acusación constitucional sería un mecanismo legal que cuenta con todos los fundamentos para llevarse a cabo, pero que es poco viable políticamente. Cuesta creer que la ceguera con la que el gobierno ha enfrentado la situación no haya generado ninguna fractura en el bloque oficialista. O existe un plan bien coordinado o están dispuestos a hundirse todos en el mismo bote. Las propuestas del gobierno para aplacar la furia popular no pasan de ser subsidios al sector privado, maniobra que no ha contentado a la gente que en masa vuelve a salir a las calles día a día.

El movimiento de impugnación arrastra tantas demandas como personas que participan de él. En el fondo de las reivindicaciones hay un malestar contenido contra los fundamentos del pacto de gobernabilidad posdictatorial: la Constitución de Pinochet, la privatización de los servicios públicos básicos, el saqueo de las élites económicas a los recursos naturales, la precariedad sostenida de los sectores medios, la mercantilización total de la vida, el desprecio de un grupo de privilegiados que no ve en ellos más que electores, etc. La articulación en clave democrática de estas demandas tendrá que luchar por ganarse un espacio en el largo plazo, frente al llamado al “orden” que enarbolan los medios de comunicación y el mundo empresarial. Llegará el momento en que la fabricación de un nuevo “hombre de orden” será menos costoso que mantener al actual. Es la principal amenaza de los movimientos democráticos. Declarar la guerra en el paraíso neoliberal y no ser capaz de pararla puede costar más caro de lo pensado.

Notas:

1 https://www.youtube.com/watch?v=FHgBUJaSd1U
2 https://www.youtube.com/watch?v=wpSqfdF26ME
3 https://twitter.com/inddhh/status/1187421433351286784

Entre madrugar y despertar

Martín Hopenhayn

Regreso esta noche de miércoles de la Plaza Ñuñoa, probablemente el punto más festivo donde tarde a tarde, durante los últimos cinco días, se reúnen unas 10,000 personas a protestar, bailar, corear consignas, encontrarse, tomar cerveza, fumarse sus porros e imaginar un país distinto. De cada 100, 99 son jóvenes entre 18 y 35 años. Esta plaza es uno de los varios puntos donde se congrega la juventud desde el viernes pasado, y que hoy representan ese Chile súbito, iracundo e insospechado que sin aviso saltó desde bajo el asfalto a tomarse Santiago, y en seguida todas las ciudades del país.

La consigna que se impuso estos días dice alude a un despertar y connota básicamente la exteriorización incontenida de un descontento larvado y masivo. Se entona como cántico de fútbol y dice así:

Ohhhhh, Chile despertó,

Chile despertó

Chile despertó

Chile despertó”.

Ese despertar partió, como suele hacerlo, con una chispa que hoy resulta minúscula en relación a la magnitud de la revuelta: el aumento marginal en el precio del metro de Santiago que día a día mueve a casi tres millones de personas, o el 40% de la población de la capital. Hace menos de dos semanas, en protesta por este aumento en la tarifa por un equivalente a menos de cinco centavos de dólar, un grupo de estudiantes de la secundaria se decidió a emprender un acto simbólico que ellos llamaron, con alguna imprecisión conceptual pero clara elocuencia semántica, de “desobediencia civil”: saltarse los torniquetes y evadir el pago. Curiosamente no fue el boleto estudiantil el que aumentó de precio, pero ellos lo hicieron explícitamente en solidaridad con los demás. Primer gesto que despertó, en la ciudadanía, un sentimiento de simpatía.

El gobierno la dejó pasar confiando en que sería un acto puntual y de rápida evanescencia. Probablemente, muchos pensamos lo mismo. Y al día siguiente, fueron más estudiantes. Efecto imitación o efecto viral, como queramos llamarlo: esto se multiplicó en toda la red del metro. Y el gobierno, supongo, pensó que no hacía falta hacer olas para evitar darle prensa e importancia política, limitándose a reforzar la vigilancia en los accesos del metro y en torno a los torniquetes.

Este aumento en el costo del billete coincide con aumentos en tarifas eléctricas y en muchos productos alimentarios, supuestamente alineados con el precio del dólar. Entremedio aparecieron declaraciones de ministros de Estado que la gente percibió como una burla, aunque fueran expresados con candidez o humor, y sin afán de provocación. El ministro de hacienda sugirió, al observar el aumento en el Indice de Precios al Consumidor, que los románticos podían aprovechar a comprar flores, producto cuyo precio había bajado. El ministro de economía, en otra declaración, mencionó que madrugar traía un beneficio complementario, a saber, la opción de aprovechar la hora de tarifa baja en el metro.

Todo esto ocurre en un país con algunos rasgos que en este punto vale la pena destacar. Chile tiene hoy un PIB per capita en torno a los 25,000 dólares anuales, y sólo Panamá puede competir con ese nivel en toda América Latina. Hace medio siglo era de los países pobres de la región y hoy es el más rico. El índice de pobreza bajó del 40% en 1990 a 8.6% en la última medición, en el 2017.

La indigencia, o extrema pobreza, bajó en el mismo lapso del 20% al 2.8%. Un verdadero milagro. A eso se suma una expansión portentosa del consumo, del crédito, de años de escolaridad de nuevas generaciones. La expectativa de vida al nacer cruzó el umbral de los 80 años, también lo más alto en la región y por encima de Estados Unidos. La mortalidad infantil es bajísima, los servicios básicos llegan a todos los hogares y están desapareciendo los tugurios. Hay democracia, instituciones que se respetan, plenas libertades. Hasta aquí, todo muy bien.

Sigamos con los pormenores de estos días. Al tercer día de esta curiosa forma de desobediencia civil, ya no eran solo estudiantes saltándose los torniquetes. Se incorporó una masa importante de adultos, y los evasores se multiplicaban por hora. La cosa empezó a cambiar de color. Llegaron las advertencias gubernamentales sobre la violación de una norma que debía parar. Pero estaban, a flor de piel, las declaraciones de los ministros, que hacían patente, por más que no fuera la intención, algo que ellos ignoraban, pero que había aparecido en un informe sobre desigualdad publicado en el 2016 que tuvo bastante resonancia: la desigualdad que más irrita a los chilenos no es la de ingresos, sino la de trato y de salud. Es allí donde más se combina con la desigual distribución de la dignidad de las personas: llega al alma y al cuerpo.

Y el ánimo comenzó a caldearse en serio. Y de aquí en adelante todo se precipitó en una sucesión de medidas de control, por parte del gobierno, que sólo lograron atizar una marea que terminaría en tsunami. Primero, se cerraron algunas estaciones o accesos al metro como medida preventiva. La respuesta de la gente fue, correlativamente, en escalada. Primero presionando puertas cerradas. A esa altura la gente empezaba a manifestarse en la calle, primero en pequeños grupos pero rápidamente en aumento y multiplicando lugares y calles. Más tarde, las presiones a los accesos cerrados del metro se convierten en patadas. En esas circunstancias nos sorprende el viernes de la semana pasada.

Todo había ocurrido en escasos cuatro o cinco días. Pero a esa altura se produce una inesperada adhesión transversal, espontánea, masiva, al movimiento de la evasión del pago del pasaje de metro. Todos miran con entusiasmo e indignación, y el gobierno empieza a no entender nada. No capta el efecto metonímico del reclamo y la velocidad con que se recarga el significante: de un aumento marginal en la tarifa del metro, a la desigualdad histórica vivida como pisoteo a la dignidad de las mayorías.

Retomo ahora la fiesta de los indicadores, para mostrar sus sombras. Chile está entre los cinco países con la peor distribución del ingreso de América Latina, y es uno de los países con mayor concentración de la riqueza en el mundo. Botones de muestra: el 1% más rico detenta el 26.5% de la riqueza, y el 10% más rico concentra el 66,5%, mientras el 50% más pobre accede a un magro 2.1% de la riqueza del país. Datos fresquitos, del 2017.

Con un PIB per capita de 25,000 dólares al año, la mitad de los trabajadores recibe un sueldo inferior a 400,000 pesos chilenos, que al tipo de cambio de hoy equivalen a 550 dólares. Para ellos, el gasto diario en locomoción colectiva se come por lo menos el 10% de los ingresos, y eso si es que ningún dependiente en la familia se desplaza. Los servicios llegan a todos los hogares, pero Chile tiene las tarifas más altas de América Latina en electricidad y gas. Los alimentos han tenido una inflación que no se refleja en los índices, y hoy tienen precios en los supermercados que superan a los de España.

En medicamentos, batimos todos los récords, quintuplicando en precio a muchos de sus equivalentes en la mayoría de los países. Es, probablemente, el país de América Latina que más proporción del gasto en educación y salud sale de los bolsillos de la gente, lo que produce una segregación brutal en la calidad de los servicios y prestaciones.

A esto se suman algunas gotas que rebasan el vaso, además del aumento en la tarifa del metro. El presidente Piñera, un liberal de derecha y multimillonario, anunció que en su gobierno se expandiría el consumo. Sin embargo, entre la subida del precio del dólar y del petróleo, y la baja en el precio del cobre que representa la principal entrada del comercio internacional del país, la cosa no fue tan así. Esta combustión del consumo, que ha sido la fuente de legitimidad del poder en Chile por décadas, perdió ímpetu. Muchas familias hoy están usando sus tarjetas de crédito del retail para comprar alimentos básicos en los supermercados. Nunca fue tan alta la deuda en las familias como porcentaje de sus ingresos.

Sí, Chile tiene pocos pobres, pero una proporción enorme de la población vive bajo un nivel de estrés brutal, sordo y soterrado, no reconocido pero sí percibido cuando se vive aquí y se camina o se toma el metro más allá de la zona Oriente de la ciudad. Los horarios de trabajo semanal efectivo superan las 45 horas, el promedio en tiempos de desplazamiento casa-trabajo-casa ronda las tres horas diarias para mucha gente (en “horarios sardina” que son verdaderos entrenamientos de convivencia ampliada), las familias están todas en crisis, y los núcleos de pertenencia colectiva bastante pulverizados con un modelo que privilegia el consumo familiar y personal como pegamento social. La “modernidad líquida” pegó de lleno debilitando vínculos y sentido de futuro Los datos que proveen las instituciones de salud son alarmantes respecto de trastornos de salud mental, muy especialmente en la infancia y adolescencia pero también en adultos mayores. La obesidad aumenta a pasos agigantados, la inseguridad se ha convertido en la obsesión de todos, el mundo del trabajo está inundado de precariedad o incertidumbre. Muchos viven al límite para llegar a fin de mes, expuestos a que una enfermedad catastrófica o una pérdida de empleo los exponga a la vulnerabilidad absoluta.

Retomemos ahora los acontecimientos. El viernes por la tarde empezó la explosión. De la desobediencia civil y el apoyo o simpatía de la gente, el movimiento se desplaza hacia otros frentes. Sin liderazgos. No hay voceros, ni representantes, ni interlocutores frente al gobierno, el Estado, los partidos y otras instituciones. Se viraliza y saltan desde todos los barrios grupos de jóvenes que se distribuyen entre manifestaciones pacíficas, tomas de estaciones de metro, destrucción de la infraestrucutra de las estaciones. Aparecen teorías conspirativas aún no confirmadas: grupos organizados que salen a la destrucción sistemática de la red de metros. Luego empiezan los saqueos a supermercados, las barricadas y los incendios. Se mezcla todo: anarcos, vándalos, encapuchados, narcos, gente que llega tranquilamente en autos y camiones a llevarse del supermercado lo que encuentran.

El sábado ya Chile está sumergido en el caos. Dejó de ser el país que era una semana antes, tal vez para no volver a serlo. Con violencia y todo, el movimiento cuenta con una simpatía amplia. El sonido de las cacerolas vacías como símbolo de protesta suena en toda la ciudad, luego en todo el país. Saqueos e incendios se replican, como rizomas, reticularmente, en todas partes al mismo tiempo.

Sigo con un dato estructural. Chile tiene una de las pirámides de edades más avanzadas de América Latina, junto a los otros países del Cono Sur, Cuba y tal vez Costa Rica. Es decir: la proporción de adultos mayores aumenta vertiginosamente. Pero por otro lado el sistema privado de pensiones y jubilaciones que rige desde la dictadura está mostrando efectos letales. Lo que recibe mensualmente como jubilación la gran mayoría de pensionados es irrisorio: menos de 300 dólares. Muchos de ellos, menos de 200. Todo esto, además, en un país donde hace tiempo se debilitaron los lazos familiares que permitían a los ancianos apoyarse en su descendencia, siendo cada vez menos hijos por familia (una tasa de fecundidad en 1.8 hijos por mujer), y cada vez más mujeres en edad media dedicadas a trabajar. Muchos jubilados siguen pagando, además, deudas hipotecarias que le comen más de la mitad de los ingresos jubilación. Si no paga por unos meses, la solución es simple: el banco les remata la vivienda.

En la otra punta del hilo de clases, los últimos años se regaron con escándalos de colusión de dueños de las grandes cadenas farmacéuticas para fijar precios de medicamentos, estafas a toda la sociedad en el precio del papel higiénico, empresas que financiaron políticos, intercambio de favores entre el poder económico y el político en todo el espectro ideológico. Bastante más grave, todo esto, que no pagar el crédito hipotecario.

Los más bullados, entre empresarios sorprendidos en pagos de influencias, fueron castigados con clases obligatorias de ética: una verdadera provocación para el resto de la sociedad que no podía creer cómo se distribuyen faltas y sanciones en uno y otro lado. Suma y sigue.

Retomo. El sábado el presidente Piñera declara el Estado de Excepción en medio de la confusión que rige en todo el territorio. Con una inflexión de voz y brazos casi beata, insiste en reconocer que este es el estallido de la desigualdad, tal como ya se ha consagrado en boca de todos, y que reconoce que es tiempo de enfrentar este grave problema. Hace un sentido mea culpa. Curioso que venga de uno de los hombres más ricos de Chile, quien tiene como uno de sus principales puntos programáticos la reducción del impuesto a los ricos para fomentar la inversión productiva. Señala, también, como gran cosa, que elevará al congreso un proyecto de rápida tramitación para revertir el alza en el precio del transporte, en un gesto que a esta altura ya resulta irrelevante, considerando que el estallido se propagó al cuestionamiento de la desigualdad en la sociedad chilena. Y agrega que, en calidad de presidente, y para velar por la seguridad en un momento de total alteración del orden y daño a infraestructura de todos los chilenos (cosa cierta), se ve obligado a declarar el estado de excepción (facultad constitucional), sacar a los militares a la calle, y declarar toque de queda por la noche.

¿Qué pasa entonces? Pasa, simplemente, que la gente sigue en la calle, manifestándose, saqueando, incendiando. Unos piden más seguridad y acción de policía y ejército, de cara a un vecindario desbordado en saqueos y destrucción. Otros empiezan a denunciar los abusos como consecuencia del estado de emergencia y la acción de la fuerza pública. Quienes enfrentan cara a cara a soldados y policía son jóvenes. No tienen miedo. Los enfrentan cara a cara. Nunca conocieron una dictadura. Tienen otra conciencia de sus derechos. Están indignados. Por otro lado, el gobierno sabe —y la sociedad sabe que el gobierno sabe— que si se pasa de rosca en reprimir, la crisis de legitimidad se vuelve irreversible. Transita por una delgada cuerda y no quiere caerse. Es casi lo único que quiere: no caerse.

Retomo con consideraciones estructurales. Dije que este es un movimiento de jóvenes. Son los jóvenes de esta generación quienes han accedido mayoritariamente a la educación superior, tienen cuatro o cinco años más de escolaridad que sus padres, pero a la vez padecen las tasas más altas de desempleo. Los futuros prometidos se vuelven espejismos. La mentada meritocracia se licúa entre redes de influencia, capital cultural y calidad de la educación muy segmentados. Son los jóvenes quienes manejan más información sobre ellos y sobre como viven los demás, pero esa información no les da poder de negociación ni presencia en el mundo político o económico. Son los jóvenes idealizados como la generación de la sociedad de la información, pero estigmatizados como irresponsables, no dignos de confianza, potencialmente anómicos. Son los jóvenes los que crecieron en un Chile próspero, pero ven como a poco andar se ven estratificados por barrios, sistemas de relaciones, formas de ser tratados por la policía o la justicia. Son los jóvenes quienes tendrán que cargar con los costos del cambio climático y del envejecimiento de la población. Son los jóvenes los que están más dispuestos a arriesgar porque tienen menos y se conforman menos.

Quisiera agregar dos consideraciones que se complementan, se tensan, y creo que terminan de explicar lo que pueda tener, hasta ahora, de explicable este estallido. La primera es que Chile cambió, en tres décadas, de manera acelerada. Un país con una secular cultura del privilegio, y con ciudadanos de primera y segunda categoría, generó movilidad social como nunca antes, ensanchó su clase media, difundió mayor conciencia sobre derechos ciudadanos, incrementó el bienestar general, produjo un salto cuántico en años de escolaridad y en conectividad digital. La segunda consideración es que todo eso trajo, también, una espiral de expectativas que el mismo progreso alentó, y un sentido distinto sobre los derechos propios –y, consecuentemente, progresiva exasperación ante una cultura de privilegios que siguió imperando en una parte de la sociedad-. Se sabe que la movilidad trae expectativas de movilidad. El “Chile real” acumuló bronca porque la democracia no ha sido expediente ni de redistribución del poder ni de redistribución de la riqueza. Una cosa es bajar la pobreza, otra es reducir la desigualdad. El neoliberalismo apostó siempre a que lo primero compensaba holgadamente la postergación de lo segundo. Se equivocó. Y le cuesta reconocerlo.

Volvamos a los acontecimientos recientes. Las medidas de excepción con milicos en la calle no frenaron nada. El espiral de protestas, cacerolazos, marchas no autorizadas, calles cortadas por todos lados en todas las ciudades, saqueos a supermercados, tiendas y farmacias, destrucción edilicia, incendios… todo siguió. Los partidos políticos tomaron posiciones pero al mismo tiempo solo conversan o pelean entre ellos, abriéndose a organizaciones de la sociedad civil consagradas, pero que tampoco representan el movimiento en las calles. Cierto, si la protesta no tiene líderes: ¿con quién conversar? El gobierno ha dado bastonazos de ciego. El peor de todos, la declaración desatinada de Piñera el domingo pasado, sugiriendo que estábamos en guerra. Mala cosa. Tuvo que desdecirse antes de que las consecuencias se multiplicaran. Luego se la ha pasado pidiendo perdón, de su parte y de su gobierno, por la falta de sensibilidad ante las seculares desigualdades que ahora estallan como una olla a presión que no da más. Ese perdón, más que despertar simpatía, exacerba la indignación: ¿perdón ahora, por una desigualdad secular, por falta de sensibilidad, por no haberlo reconocido antes?

Finalmente el propio presidente anunció el martes, al terminar el cuarto día de caos y movilizaciones, las reformas que se han decidido de la noche a la mañana, en consulta con senadores y diputados, la mitad de los partidos, y algunos dirigentes sociales: alzas en pensiones básicas, seguros de salud para compensar gastos en medicamentos, aumento de ingreso mínimo, contención al aumento de tarifas eléctricas, un impuesto a sectores de más recursos, reducción de los altísimos salarios de parlamentarios y en la administración pública. En seguida surgen las reacciones: algunos entusiastas, muchos cautos, unos pocos críticos. Todos estas opiniones vienen de los partidos, el sistema parlamentario, los ministros. Pero falta un detalle… ¡la gente!

Escribo el miércoles, vale decir, estos anuncios fueron anoche. Anoche, también, el toque de queda en su tercera jornada empezó a mostrar dientes más afilados. La represión se hizo sentir. Hasta el mediodía del miércoles, 18 muertos , la mayoría en los propios saqueos. Pero ya apareció una víctima fatal por una golpiza de policías y otro por disparos. Las redes se embriagan de denuncias, algunas filmadas, pero también es cierto que las noticias falsas están a la orden del día y por tanto la verdad deja de ser verdad. No es fácil apreciar los hechos objetivamente y se está a la espera de los informes del Instituto de Derechos Humanos. Al parecer serían, hasta el miércoles, 102 civiles heridos, dos por balazos en estado grave, y 95 miembros de fuerzas de seguridad lesionados. Las personas arrestadas por disturbios llegaron a 2205 y están bajando, y por violación de toque de queda van en 592 los detenidos. Las manifestaciones siguen en aumento: se contaron 54 más el martes que el lunes, y los participantes se elevaron de 130 a 220 mil. Todavía no hay saldo al respecto de hoy miércoles.

Hasta ahora el balance de la destrucción también es enorme. Al mediodía de hoy miércoles se contabilizaban 333 supermercados saqueados y 30 incendiados por completo, 16 buses incendiados, 77 estaciones de metro dañadas, de las cuales 41 destruidas parcialmente, 20 incendiadas y con daños superiores a los 200 millones de dólares. Gran parte de la red del metro, que es vital para el transporte diario en un Santiago cada vez más congestionado, tardará meses en repararse.

Chile despertó. No madrugó, como sugirió el ministro de economía, pero despertó. Más bien, madrugó al gobierno. Y al despertar, cambió. Hoy en Plaza Ñuñoa, entre todas las pancartas una me llamó la atención: “O vamos por todo, o no vamos por nada”. Mientras tanto, un grupo de inmigrantes haitianos llegó con sus bombos y yembés y empezó la fiesta de percusión y danza. La alegría se volvió incontenible. De todo hay en esta explosión. Un desencanto brutal con toda la clase política, una irritación sin freno respecto de la desigualdad que se transforma en ofensa a la dignidad, una disposición de la juventud a repensarlo todo. Mientras tanto, parte de esa misma clase política, o tecnopolítica, siente vergüenza de que en los medios internacionales Chile vuelva a hacer parte de este “vecindario incómodo” de países inundados de crisis económicas, políticas, sociales, institucionales. ¿Bajará el indicador de confianza en la economía chilena? La joyita de la región que exhibe todos sus indicadores de éxito, la luminaria de la gobernabilidad, este rincón del mundo estable, prudente y pragmático, en fin, la sociedad tranquila y disciplinada, la idiosincracia contenida y respetuosa de las normas. ¿Dónde se fue todo con el correr de una sola semana?

¿Qué pasó? En los hechos, más o menos lo que he resumido. En las causas, tal vez repartidas en lo que he querido aquí recapitular. La bandera de lucha es la desigualdad. En general y en particular. Pero quien sabe qué más hay, cuáles son las pulsiones colectivas que se agitan. ¿Porqué de un día para otro esta sociedad pasó de su aspereza contenida a la total transgresión del orden, dónde estaban estas energías centrífugas la semana antepasada, cómo fue que una generación con más oportunidades que las precedentes, de repente se convirtió en una masa desbordada, colérica, pero a la vez movilizada, crítica, valiente, festiva, dispuesta a todo? No me compro las apreciaciones que tienden a poner a esta juventud en el casillero estereotipado de millenial, puramente pulsional, investido con pastiches ideológicos atrabiliarios y comportamientos infantiles. No me compro, tampoco, las tesis conspirativas.

Me preguntaban hoy en la Plaza Ñuñoa cuál será el desenlace de este movimiento y de este estallido si se sigue prolongando. Mi respuesta honesta y parca: no tengo la menor idea. No hay cómo estimar la magnitud de la grieta, ni de sus consecuencias, ni de su impacto en el ordenamiento colectivo y en las políticas. Me preguntaron, también, si el movimiento iba a dialogar con los partidos y el gobierno ante las nuevas propuestas programáticas. Respondí, encogiéndome de hombros y mirando a la multitud bailando al son de los tambores haitianos: ¿y quién, entre todos ellos, se sentará a conversar en la próxima mesa de diálogo con la institucionalidad política?

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Es el capitalismo, estúpido

Rolando Astarita

Hasta hace pocos días la economía chilena era el ejemplo a seguir en América Latina, según los economistas de la ortodoxia neoclásica, y de la escuela austriaca. También según la mayor parte de los capitalistas, de Argentina y de otros países del continente. Cámaras y foros empresariales, con la anuencia de los líderes políticos, han propuesto una y otra vez adoptar el “modelo chileno” de relaciones entre el capital y el trabajo. Sin embargo, un aumento del pasaje de subterráneo colmó el vaso, y estallaron las manifestaciones de bronca y protesta. El reclamo más general es un reparto más igualitario de la riqueza. La respuesta del gobierno fue sacar al Ejército, con un saldo de 18 muertos, centenares de heridos y detenidos por miles.

Desconcertados, los apologistas del modelo chileno pretenden ahora que las protestas fueron organizadas por Maduro y “grupos subversivos perfectamente entrenados”. Naturalmente, es una explicación tan estúpida como reaccionaria, destinada a disimular lo fundamental: lo que ocurre en Chile es el resultado más puro de las tendencias inherentes al modo de producción capitalista. Así como la represión salvaje es consustancial al Estado, ese aparato de dominación de clase en su función última y más esencial. De ahí el título de la nota. Recordemos que en 1992 la frase “es la economía, estúpido”, fue utilizada para señalar que la situación económica tiene preeminencia, en la decisión del voto, por sobre las ideologías, concepciones culturales, y similares. Una admisión, tal vez a regañadientes, de la tesis del materialismo histórico (véase aquí). Pues bien, con respecto a Chile, y más precisamente, podemos decir “es el capitalismo, estúpido”.

Crecimiento capitalista y polarización social

¿Pero no es que la economía chilena creció en las últimas décadas, y bajó la pobreza?

La respuesta es que sí, la economía chilena creció. Desde 1985 a 2017 el producto por habitante aumentó a una tasa del 3,5% anual, con solo dos años (1999 y 2009) de caída (Banco Central de Chile). A su vez la pobreza disminuyó, según la medición del Banco Mundial (son pobres las personas que tienen ingresos menores a los 5,5 dólares diarios). En 2000 abarcaba al 30% de la población; en 2017 fue 6,4%.

Sin embargo, la desigualdad se mantuvo extremadamente elevada. De acuerdo al último informe del Panorama Social de América Latina, de CEPAL, el 1% más rico de la población chilena poseía, en 2017, el 26,5% de la riqueza del país, mientras que el 50% de los hogares con menores ingresos tenían el 2,1%. Según la encuesta Casen, en 2017 el 10% más rico de la población obtenía un ingreso 39,1 veces mayor que el 10% más pobre. Los sistemas de salud y educación están fuertemente segmentados en favor de los más ricos. El trabajo precario alcanza al 40,5% de los trabajadores (OIT); aunque más bajo que el promedio latinoamericano (53%; en Argentina 47%) es extremadamente elevado. Por otra parte, la media de ingresos del chileno es de 550 dólares al mes; el salario mínimo es de 414 dólares; las pensiones de vejez promedian los 286 dólares mensuales. Después de la alimentación, el transporte es el segundo gasto más importante de las familias, seguido de la vivienda y los servicios básicos (como electricidad y agua), según la Encuesta de Presupuestos Familiares. Dado que los ingresos son insuficientes, el 60% de los hogares está endeudado (informe de la BBC). Enfatizo: estos datos hay que ponerlos en el contexto de que el 1% más rico concentra más del 26% de la riqueza.

La pobreza es relativa al desarrollo histórico y social

Las protestas en Chile tienen entonces una base objetiva: el crecimiento capitalista en Chile genera riqueza, y en relación a esa riqueza, la pobreza aumentó. Es que la pobreza se define en relación con la riqueza general de la sociedad. Y en particular, en relación a la riqueza concentrada en la clase dominante. Por eso Marx planteaba que, si bien la pobreza en términos absolutos tiende a bajar con el desarrollo capitalista, se incrementa en términos relativos. Esto sin perjuicio de que haya largos períodos, de crisis y depresiones económicas, en los cuales la pobreza aumenta en términos absolutos, y millones de personas son arrojadas a la desesperación y la indigencia.

La idea de que el salario, y por lo tanto la pobreza, son nociones relativas, fue planteada por Marx, entre otros escritos, en Trabajo asalariado y capital, y constituye una pieza clave de su crítica al capitalismo. Allí sostiene que “ante todo, el salario está determinado por su relación con la ganancia, con el beneficio del capitalista; es un salario relativo”.

Y en relación a los períodos en que aumenta el capital productivo, sostiene: “Una casa puede ser grande o pequeña, y en tanto las casas circundantes sean igualmente pequeñas, la misma satisface todos los requisitos sociales que se plantea una vivienda. Pero si se levanta un palacio junto a la casita, esta se reduce hasta convertirse en una choza”. Es por eso que hace hincapié en la caída relativa del salario, a medida que aumenta la concentración de la riqueza en manos del capital. Es el sentido de la noción de plusvalía relativa: la explotación (y por lo tanto la pobreza relativa) puede estar aumentando, a pesar de que se mantenga la canasta salarial, o incluso aumente.

La polarización es inherente al sistema capitalista

Por lo explicado en el apartado anterior, el levantamiento chileno es el resultado de una tendencia inherente al sistema capitalista. O sea, ocurre lo opuesto de lo que dice el reformismo burgués y pequeño burgués, que reduce la cuestión al “neoliberalismo” (como si este fuese una corriente ajena al capitalismo).

Aunque no puedo desarrollarlo aquí –para una discusión más completa, puede consultarse la nota sobre Piketty aquí, aquí, aquí– lo central es que el crecimiento de la desigualdad deriva de la mecánica misma de la reproducción ampliada del capital. Esto es, deriva de la reinversión de plusvalía para explotar más obreros que generan más plusvalía que, una vez reinvertida, genera más capital que permitirá explotar más obreros. En este proceso, todo depende de que el capital extraiga plustrabajo, lo convierta en plusvalía, para invertir esa plusvalía con vistas a producir más plusvalía. Por eso el dominio del capital sobre masas crecientes de trabajo y de medios de producción es una consecuencia lógica del simple hecho que el capital se reproduce en escala ampliada. Por eso también es una tontería pensar que estas dinámicas se revierten cambiando las figuras al frente de un gobierno. La polarización social está inscrita en las leyes de la acumulación capitalista. Es un proceso objetivo, que se impone por vía de la competencia –el látigo que lleva a cada capitalista a explotar cada vez más y a acumular- bajo el respaldo político, jurídico y armado del Estado capitalista.

Los límites del reformismo burgués y pequeño-burgués

El hecho de que la polarización social sea inherente al sistema capitalista pone en evidencia los límites insalvables del reformismo burgués y pequeño-burgués, incluidas sus variantes estatistas. Es que a fin de que haya inversión, el Estado debe asegurar las condiciones apropiadas para llevar a cabo la explotación del trabajo, y la realización de la plusvalía. Es lo que algunos han llamado “el marco social y político” de la acumulación. Es una demanda que unifica a todas las expresiones del capitalismo, y se sintetiza en las condiciones que imponen los capitales para invertir (entre ellas, facilidad de despido, reducción de costos laborales, incluidas las formas de salario indirecto, y similares). En una palabra, vía libre para la explotación y la acumulación sin límites, explotación y acumulación que generarán más polarización social, y empobrecimiento relativo (además de las recurrentes crisis de sobreproducción).

Por otra parte, si los capitalistas no ven aseguradas esas condiciones, habrá huelga de inversiones. Lo cual lleva también al otro callejón sin salida: el estancamiento y retroceso de las fuerzas de la producción, al estilo Venezuela. En otros términos, de la sartén al fuego y del fuego a la sartén. El socialismo, en este respecto, representa una salida radicalmente distinta a estas variantes.

La tendencia a la polarización social y la lucha de clases

Cuando hablamos de tendencia a la polarización social estamos significando que se trata de un impulso que se impone a través de múltiples contratendencias. Como afirmábamos en la nota sobre Piketty, desde el punto de vista de la teoría marxista “el análisis de la evolución de la distribución del ingreso y la riqueza en el largo plazo exige articular la acumulación -vinculada a la lógica del capital- con la lucha de clases, que es inherente a la relación antagónica entre el capital y el trabajo”. Luego de señalar el impulso a la concentración del capital, planteábamos que, sin embargo, “la fuerza relativa de la clase obrera puede obligar a que al menos una parte de los avances de productividad redunde en aumentos del salario real. Con esto ya se puede ver que la dinámica de la distribución del ingreso no es lineal, ni tiene nada de mecánico. Además, el proceso en el largo plazo está mediado por el ciclo económico, y las variaciones en la distribución del ingreso asociado al mismo.

El proceso de acumulación es contradictorio, operan tendencias y contratendencias. Así, la misma dinámica de la acumulación da lugar a la formación de ejércitos de trabajadores, lo que abre la posibilidad -en la medida en que se agudice la lucha de clases- de poner frenos al impulso a la mayor explotación. Por eso cuando Marx presenta la ley de la acumulación capitalista -su tendencia a aumentar el despotismo del capital sobre el trabajo, a la concentración de la riqueza y el empobrecimiento relativo de los obreros- señala que los trabajadores intentan, mediante los sindicatos y la organización de ocupados y desocupados, “anular o paliar las consecuencias ruinosas” de la ley natural de la producción capitalista (capítulo 23 de El Capital)”.

Ahora mismo la clase capitalista chilena puede hacer algunas concesiones. Se trata de conceder algo para calmar las aguas. Casi invariablemente, en este sistema basado en la explotación, las mejoras para los trabajadores son el subproducto de la agudización de la lucha de clases. Pero esto no significa que la tendencia a la polarización social dejará de operar. Las aperturas comerciales; los flujos de capitales; el chantaje de la huelga de inversiones; la presión de los desocupados y precarizados; y la colaboración del reformismo y las burocracias sindicales con el capital, pondrán presión sobre las condiciones laborales y de vida de las masas oprimidas, para asegurar que continúe la concentración de la riqueza en pocas manos.

Es, por otra parte, un fenómeno que trasciende las fronteras nacionales. De nuevo, y a nivel global, hay que decir “es el capitalismo, estúpido”. Es necesario que las fuerzas del trabajo tomen nota de estos procesos y los incorporen a sus agendas de discusión y elaboración de programas y cursos de acción. Para esto, la teoría marxista de la plusvalía y el capital sigue siendo la mejor arma teórica de la que puede disponer la clase trabajadora.

https://rolandoastarita.blog/2019/10/25/chile-es-el-capitalismo-estupido/

María García Arenales es colaboradora de eldiario.es
Revista Heterodoxia
Carlos Morales Alfaro
Martín Hopenhayn Filósofo. Magíster en Filosofía de la Universidad de París VII. Ex Director División de Desarrollo Social de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
Rolando Astarita Profesor de economía de la Universidad de Buenos Aires.

Fuente: AAVV para sinpermiso.info

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