Patrulla Internacional de Bares: El nuevo universo (Palacio de Anglona)

Especial para Cambio Político

Patrulla de Bares Misión: Palacio de Anglona
Dónde: Madrid, España (ver mapa)

Palacio de Anglona

Todavía no terminaba de llorar este Cronista sus desventuras por no poder incursionar en los seductores gastrobares de la ciudad en Logroño, pues sus deberes caballerescos lo obligaron a retornar a Cortes en Madrid. Allí venturosamente acudió en su rescate el legendario Caballero de los Ruidos, valioso guía e iniciador en algunas de las más renombradas prácticas culinarias de la villa. Prometió deslumbrar al sufrido Cronista llevándolo al Negro de Anglona. Pero antes de que el Editor, prominente integrante de la Patrulla, pueda sonreír lascivamente ante tal nombre, debe aclararse en primer lugar que ése era el nombre que tenía el anterior local y que quedó por costumbre entre los lugareños y en segundo lugar el color hace referencia a la decoración del mesón y no tiene que ver con ningún atributo físico de algún exótico personaje que prometa algún tipo de goce carnal.

Nuestro reseñado se llama propiamente Palacio de Anglona y sí, es un palacio. En efecto, los placeres sibaríticos han progresado y se han dado el lujo de ocupar el palacio que habitó hace un par de siglos don Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Pimentel, Príncipe de Anglona y prócer del reino, quien no dejó descendencia y tras pasar por muchas manos la propiedad fue adquirida por una inmobiliaria que transformó la humilde vivienda de 6000 metros cuadrados en un edificio de uso múltiple, entre ellos el noble oficio de libar. Y pese a encontrarse en Ultramar, no le costó a este Cronista reclutar una mediana tropa de entusiastas catadores, que incluía a un integrante de la Nobleza Originaria, el mítico grupo fundador de la Patrulla de Bares, para que vean el efecto globalizador de este grupo de meditación y recogimiento filosófico.

 
Llegar al local de marras no es muy difícil, pues el punto de referencia es la Plaza Mayor de Madrid, desde cuya esquina suroeste se sale hacia la célebre calle de la Cava Baja, un paraíso colmado de bares que comienza con la famosa “Cueva de Luis Candelas”, algún día se hará crónica de este vecindario que se encuentra en etapa de prepatrullaje, pero esta vez el Cronista y su grupo de sacrificados acompañantes, no se detuvieron en este paradisíaco paraje, pues luego de avanzar una cuadra y toparse con la calle de Segovia, tomaron rumbo hacia el poniente y avanzaron un par de cuadras más, se llega al número 13, ojo que aquí no se acostumbran rótulos luminosos con águilas, simplemente el nombre está en la puerta y ya. Luego de atravesar el imponente vestíbulo, el ambiente se torna extraño, pues en lugar de encontrarse amplios y lujosos salones barrocos, se baja a una especie de sótano en donde las paredes negras contrastan con las mesas inmaculadamente blancas. Un ambiente extraño, si se quiere sombrío, como la música que hace nuestro guía el Caballero de los Ruidos. Y aunque con un poco de culpa, hay que reconocer que el ambiente estaba bastante pijo (el término equivalente a pipis en España), pero aquí no se venía por las apariencias, sino por la cocina.

Palacio de Anglona

El menú es pequeño pero ya con sólo leerlo se comenzaba a salivar. Para seguir un orden lógico se comenzó con entradas, la primera fue un salmorejo cordobés, que no es una sopa, más propiamente es un puré hecho a base de miga de pan, mezclado con ajo, aceite de oliva, vinagre, sal y tomates, aquí lo sirven a la manera tradicional, con un poquito de jamón, huevo duro y pan tostado en la superficie, si bien es cierto se sigue la receta tradicional, la presentación en una copa de vidrio es muy original. Bueno, para lo siguiente no le cuenten a nadie, este Cronista comió verde, una ensalada de espinacas, claro no cualquier ensalada porque la sirven con queso de cabra a la plancha, albaricoques secos, pasas y nueces bañados en aceite de oliva y vinagre balsámico de vino Pedro Ximénez (¿vieron?, no cualquier ensalada), la combinación de sabores es bastante extraña y original, pero bueno, vamos hacia comidas más emocionantes. La intensidad fue subiendo con unos bastoncitos de morcilla envueltos en pasta brick y canela, aquí si la voló el chef, esto es un reinvención total de una de las comidas españolas más tradicionales, que no es totalmente ajena a nuestra cocina, una buena descripción es imaginarse un churro, pero de sangre coagulada (dicho para impresionar a los asquerosos), la combinación de ingredientes le da un sabor suave y si no explican de qué está hecho, cualquiera se lo comerá alegremente sin hacer caritas. El festín siguió con un crujiente de gamba roja cuya descripción podría ser la versión mediterránea del famoso wantan, pero con una pasta que se deshacía en la boca que acompañaba a unos camarones generosos en tamaño y sabor. El siguiente plato fue una pausa con algo suavecito, una ensaladilla rusa al estilo Palacio de Anglona, con melocotón y huevas de mújol, vamos a traducir, en primer lugar, la ensaladilla rusa es una de las tapas más populares en España, como su nombre lo sugiere, la versión original proviene de Rusia en donde básicamente se prepara con papas, otras verduras, atún o pollo, la versión criolla tica incluye abundante remolacha y huevo duro, mientras que los españoles no le ponen remolacha, pero sí aceitunas o petit pois, chile dulce y espárragos, aquí también le agregan melocotón y huevos de un pescadito que por acá le llaman lisa (o sea, caviar de pobre), la combinación de sabores no se puede describir, sólo se puede hacer la boca agua. Siguiendo con la comilona, el menú tiene varias pastas con títulos bastante sugestivos, se optó por unos ravioli gigante relleno de burrata con salsa de pesto, recordemos que los ravioles italianos nada que ver con nuestros canelones envueltos en huevo y cocinados en aceite rechinado, son cuadritos de pasta que se hacen rellenos, la burrata es un queso hecho con mozzarella y crema y el pesto es una salsa a base de albahaca, ajo y aceite de oliva, aquí también le agregan queso y tomate, otras fusión de sabores exquisita. Ya buscando el cierre se pidió un ceviche de langostinos, muy al estilo peruano, con los bichitos suavemente marinados en limoncito y acompañados de cebolla morada. Para cerrar, para efectos únicamente de crónica, se degustó un crujiente de verduras, una manera divertida de comer algunos tubérculos, fritos pero sin exceso de grasa, otra tapa servida de manera creativa. Y todas las comidas, como se hace en España, acompañadas con un pan rústico exquisito.

Este es el gustazo que se quería dar este Cronista, disfrutar algunas de las comidas tradicionales de España, bajo el ojo creativo de un chef que las reinventa, las fusiona con sabores tomados prestados de todas las regiones del planeta y las presenta como esculturas. A estas alturas de la crónica los lectores deberán estar suponiendo que la cuenta alcanzó dimensiones astronómicas, pero no es así, el precio de las tapas es más que decente*, lo pedido osciló entre un equivalente de 3000 a 4500 colones por plato, mucho más barato que algunos lugares de Barrio Escalante y Santa Ana que andan jugando de vivos. Y para caerse de espalda, una botella de vino decente la cobran en el equivalente a 6000 colones y una copa mediana de cerveza en 1300 colones. En fin, cuando llegó la dolorosa, la nutrida delegación patrullera pagó como 10.0000 colones per júpita, pero es que ni en San Gil… ¡Para comer como príncipe a precios de plebeyo!

* Nota: Las conversiones de precios de euros a colones se han hecho con el tipo de cambio en el momento de escribir la crónica

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