Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

Enrique Jardiel Poncela

PROLOGO

Mi encuentro con Sherlock Holmes

LONDRES

Fué en Londres y en la primavera de 1926.

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

Había ido yo a Londres a que me planchasen un sombrero flexible, y en la sombrerería, una liendecita situada en Old Compton Street, me dijeron que tenía que esperar cuatro días, porque acababan de recibir de la Cámara de los Lores el encargo de reformar setecientas veintidós chisteras de ocho reflejos. (Es decir, un total de cuatro mil trescientas setenta y seis reflejos de chisteras que reformar).

En vista de ello, y como yo no sabía de Londres sino que el Támesis lo atraviesa, decidí darme un paseo por la ciudad y conocerla lo suficiente para poder discutir con las amistades.

Me pareció oportuno dar la sensación de que también yo era inglés y me compré un monóculo. Traté de colocármelo en la órbita derecha, pero el monóculo se me caía. Entonces ideé un truco original: me puse el monóculo y me lo sujeté al cráneo con una venda. Y ya, satisfecho y tropezando de vez en cuando con los transeúntes, tomé la dirección de Hyde Park.

La mañana era tibia, y daba gusto contemplar las nubes, que corrían hacia Occidente y los presbíteros que corrían hacia la abadía de Wesminster.

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

Largas filas de automóviles se deslizaban por las calles y con cierta frecuencia, un auto se precipitaba sobre un transeúnte desprevenido y le partía la columna vertebral por la parle del capitel. Cuando ocurría esto, el po. liceman de servicio se acercaba al coche homicida, y entre el policeman y el chauffeur se entablaba el siguiente diálogo:

POLICEMAN.—Individus death? (¿Está muerto el individuo?).

CHAUFFEUR.—Very death! (¡Completamente muerto!).

POLICEMAN.—All rigth! (¡Muy bien!).

El difunto era recogido del suelo, el policeman se acercaba al auto, dibujaba con tiza en el capot una rayita vertical, indicando que una nueva víctima había caído bajo aquellas ruedas y la vida —llena de flema londinense—seguía su ininterrumpido curso.

Así es de frío el carácter inglés.

EL HOMBRE DE HYDE PARK

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

Como en Londres no se mide por kilómetros, sino por millas, las distancias son terriblemente largas. De manera que cubrir el recorrido de Old Compton Street a Hyde Park a mí me costó seis horas de caminata y un penique, que le di a un mendigo musical que tocaba un aria dinamarquesa golpeando con una pipa de ámbar en dos botellas vacias doe Ginebra.

Entré en Hyde Park por el sendero de la derecha, junto a la plazoleta de las begonias. (Véanse planos).

Y como estaba fatigadísimo, tanto de andar como de mirari por un solo ojo, porque con el ojo en que llevaba el monóculo no veía lo más mínimo, busqué un banco para sentarme. Pronto descubrí varios muy confortables.

Elegí uno orientado a mediodía y que tenía un único ocupante abismado en la lectura de la última edición del «Times»; murmuré un saludo anglosajón y me senté.

Pasaron cinco minutos y dos aeroplanos.

Gozaba con la quietud del ambiente y con el gorjeo, dulcemente británico, de ios pajarillos, cuando el compañero de banco que leía el «Times» me hizo esta pregunta de Carnaval:

—Caballero… ¿No me conoce?

Alcé la vista y distinguí un rostro noble, severo y anguloso unos labios delgados; unas cejas de arcos bizantinos, y unos cabellos, peinados con fijador, que blanqueaban en las sienes. Aquel hombre. Aquel hombre era…

Le reconocí al punto.

—¡Usted es Pacheco, el estanciero de Buenos Aires, que…

El otro me interrumpió, negando con la cabeza. —¿No? Entonces… ¡Ah, sí! Es usted Novales, aquel teniente de navio, que una noche, en Copenhague…

Nueva interrupción con una nueva negativa.

—¡Ya caigo! —exclamé por fin—. Es usted Peporro Lacovisa, el secretario de…

El desconocido negó otra vez, moviendo la cabeza, y cón acento irritado exclamó:

—Soy Sherlock Holmes. ¿No recuerda?

Me quedé sin habla. Algo invisible recorrió mis nervios sentí el frío de los momentos cumbres.

—¡Es verdad! —susurre—. Pero… ¿Usted no había muerto ahogado en las cataratas del Niágara?

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes

—Fue un falso rumor —dijo Holmes—. Caí, en efecto, en las cataratas del Niágara, pero no me ahogué; no hice más que mojarme. Me salvé a nado y, como realmente estaba ya fatigadísimo de mi oficio y además había por el mundo algunos individuos que me las tenían juradas, me conformé con pasar por muerto, y he vivido largos años pescando con caña en una aldea de la Patagonia. La vida del campo y el acento argentino me han devuelto las energías y estoy dispuesto a luchar de nuevo en mi antigua profesión. Ayer llegué a Londres, disfrazado de perro vagabundo…

—¡Disfrazado de perro vagabundo! —exclamé con asombro.

—Sí. Supongo que usted recordará que siempre tuve una gran habiilidad para adoptar disfraces diversos… Ayer llegué y, nada más entrar en mi casita de Backer Street, ya me surgió un misterio que aclarar.

—Entonces—pregunté alegremente— ¿sus aventuras comienzan de nuevo?

—La vida comienza mañana, según Guido de Verona —replicó el detective al mismo tiempo que me guiñaba un ojo; gesto en el que comprendí que a Sherlock le parecía Guido de Verona un cursi elevado al cubo—. Pero ha habido una cosa que me ha impedido comenzar hoy mismo mis trabajos.

—¿Qué cosa?

En lugar de contestar, Sherlock se levantó, sacó una lupa, se dirigió a un árbol próximo, que hacía rato que contemplaba con los ojos entornados, y, examinando la corteza del árbol con la lupa, dejó escapar estas incomprensibles palabras:

—¡Lo suponía! Una L y una H entrelazadas… Lo que me han contado de los botines es mentira.

Me quedé como quien ve visiones en la oscuridad de un pasillo.

—¿Qué dice usted?

—Nada… —replicó malhumorado el policía—. Hago observaciones, y le aconsejo que no me dirija preguntas estúpidas.

Sentándose de nuevo en el banco, añadió:

—Decía antes que ha habido una cosa que me ha impedido comenzar hoy mismo mis trabajos. Esta cosa es, sencillamente, que carezco de un ayudante. ¿Quiere usted ser el ayudante que necesito?

-¿Yo?

—Usted, si. Es usted ágil, sabe jugar al ajedrez, mide un metro sesenta de estatura y se llama Enrique. Necesito un ayudante que reúna esas condiciones.

—¿Y cómo sabe usted que…?

—Porque lo deduzco todo. Ya se irá usted acostumbrando a mis deducciones. He deducido que se llama usted Enrique porque usa usted calcetines grises.

Aunque no vi aquello muy claro, me abstuve de hacerle nuevas preguntas a Sherlock. Refexioné un rato. Realmente mi vida no tenía objeto. ¿Por qué no intentar la aventura?

—¡Vamos! ¡Rápido! ¡Decídase!… —gruñó Sherlock Holmes—. Hemos hablado demasiado y urge hacer algo serio. Tiene usted tres minutos para decidir.

—Ya he decidido— contesté con firmeza.

—No importa que haya usted decidido— replicó el detective— Yo acostumbro a conceder siempre tres minutos para decidir. Tiene usted tres minutos… ¡Decida! El tiempo es oro.

Me quedé mirando al cielo como si refexionase, para no contrariar al gran policía; pero como ya antes había reflexionado suficiente y no me gusta malgastar mi cerebro en trabajos inútiles, en los tres minutos concedidos me entretuve en calcular cuánto tiemno tardaría en llegar de París a Cáceres un hombre que anduviese a gatas, a razón de dos kilómetros por hora y descansando un día por cada catorce leguas.

Casi iba ya a tener el tiempo exacto cuando me interrumpió la voz cortante de Holmes:

—Han pasado los tres minutos. Es usted mi ayudante, ¿o no?

—Pues bien, sí —le declaré al detective.

Permaneció unos segundos ensimismado; luego habló cogiéndome por la solapa izquierda:

—Separémonos. Vivo en Backer Street, 57. Esté usted allí mañana, a las seis de la tarde. Entre sin llamar, cogiendo la llave de la puerta, que estará, como siempre, debajo del limpiabarros. Mi criada es sorda y no debe usted preguntarle nada, porque acabarían usted y ella por hacerse un lío tremendo. Hasta mañana.

Y Sherlock Holmes se levantó. Pasose una mano por la despejada frente, tomó de una cajita de plata un polvillo de cocaína lo absorbió por la nariz cuidadosamente para no perder ni una sola partícula, y, con la cabeza inclinada, en aquel gesto tan suyo y tan personal, echó a andar rápidamente y no tardó en desaparecer al final de la avenida de las palmeras huérfanas. (Vean planos nuevamente).

Eran las cinco y veinticinco y soplaba viento noroeste.

Fuente: El Libro del Convaleciente (inyecciones de alegría para hospitales y sanatorios)

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