Cuentos para crecer: Para mí no hay extraños

Para mí no hay extraños

Para mí no hay extraños

Hace mucho, mucho tiempo, cuando yo era una niñita, mi abuelo me llevó con él en una de las visitas semanales que hacía a su quinta de manzanos.

–Es el último terreno que conservo después de haberme mudado a la ciudad -me decía mientras saludaba amablemente a todos con quienes se cruzaba.

–Abuelito -yo lo llamaba y corría para no quedarme atrás.- ¿Cómo es que conoces a tanta gente?

Él se detuvo para que lo alcanzara.

–No los conozco por el nombre, sino por el corazón, querida… ¡Para mí no hay extraños!

–¿Por qué, abuelito? -le pregunté cogiendo su mano sin largarla.

Me sonrió con alegría y respondió:

–Porque mi corazón y yo somos libres.

Después de caminar otro rato, me preguntó:

–¿Sabías, querida, que en los terribles tiempos de la esclavitud yo solía llevar semillas de manzana en los bolsillos y creía que, cuando llegara el gran día en que fuéramos libres, podría plantarlas en mi propio huerto? -sacudí la cabeza: no, no sabía. El abuelo continuó.- Hasta que un día por fin me di cuenta de que nada de eso sería posible si no nos libertábamos nosotros mismos. Entonces esperamos… y a la primera oportunidad, ¡nos escapamos!

–¿Quiénes os escapasteis, abuelito?

–Conmigo estaban tu abuela Polly y tu mamá, que en ese entonces era un bebé -me respondió el abuelo acariciándome los rizos.- Teníamos miedo, pero salimos con cuidado, muy callados, de puntillas.

Ensimismado en sus recuerdos, se interrumpió por un momento y luego prosiguió:

–Ya habíamos andado mucho hacia el norte, evitando los peligros y los encuentros con extraños. Faltaba poco para llegar al Río Ohio, ¡y a la libertad! Pero como estábamos tan cansados y teníamos tanta hambre, ya no podíamos dar un paso más, y nos metimos en un establo para pasar la noche. Dormimos sin hacer ningún ruido, hasta el bebé estuvo calladita. Pero al amanecer entró un hombre para ordeñar las vacas… ¡y justo en ese momento el bebé empezó a llorar! Nos quedamos allí, en la oscuridad, abrazando a nuestro bebé con hambre. Estábamos tan desesperados que hubiésemos corrido y cruzado el río a nado para ser libres. Y si había que morir, moríamos, ¡pero no volvíamos atrás!

–¡Ay, no! -exclamé temblando, aunque sabía que mi abuelo estaba a salvo aquí conmigo. Apreté su mano.

–A pesar de la oscuridad -siguió el abuelo-, el hombre sentía que allí había alguien. ¿Pero adivina qué pasó? -lo miré, todavía preocupada.- No se fijó en el color, sólo vio que estábamos en apuros. Él era blanco, pero igual nos ayudó. Nunca preguntó mi nombre, aunque me dijo el suyo: James Stanton. Era un miembro del Ferrocarril Subterráneo.

–¡Ya sé! Eran esas personas que ayudaban a los esclavos fugitivos a llegar al norte, ¿no?

–Ajá. Esa gente nos ayudó cuando más nos hacía falta. A Sarah, la mujer de James Stanton, no le importó si el bebé era blanco o negro. Ellos vieron sólo una niñita con hambre. Nos dieron de comer y la noche siguiente nos ayudaron a cruzar el río hacia la libertad.

Para mí no hay extraños

–¡Tuvisteis mucha suerte, abuelito! -le dije ya más tranquila, con mi mano aún en la suya.

–No sé si fue suerte, querida. Teníamos que confiar en Dios. Tomamos la decisión correcta y tuvimos ayuda cuando la necesitábamos. Y salimos adelante. Sí, salimos adelante… -y añadió,- Sé lo que se siente cuando necesitamos ayuda y cuando la conseguimos. Por eso, ¿qué clase de hombre sería ahora si me negara a ayudar a un extraño y lo dejara en el lugar donde cayó?

Caminábamos en silencio. El aire primaveral nos traía el aroma dulce y fresco de los manzanos en flor.

–Cuando llegamos al norte -prosiguió el abuelo apretando el paso-, Polly y yo trabajamos duro para quien nos quisiera contratar: fuimos herreros, labradores, recolectores de fruta, ordeñamos vacas, cocimos pan… hasta que pudimos juntar lo suficiente para comprarnos nuestra propia tierra: esta.

Radiante de orgullo, el abuelo me mostraba los manzanos que coloreaban el aire con sus flores rosadas.

–¿Recuerdas las semillas que llevaba en los bolsillos? Pues las planté en mi propio huerto. Y cada vez que plantaba una, pensaba en alguien que nos había ayudado a llegar aquí. Y ahora las veo florecer.

El abuelo sacó una manzana de cada bolsillo.

–¿Son de de las nuestras, abuelito?

–Sí. Las he guardado para que las comamos juntos.

Nos sentamos a comer las manzanas.

–¿Será que un día yo también podré plantar una semilla de recuerdos aquí? -pregunté.

–Lo puedes hacer ahora mismo -rió el abuelo, conmovido.

Me observó mientras yo plantaba en el huerto familiar las semillas de la manzana que había comido. Y me daba cuenta de que él también recordaba…

–No voy a olvidar lo que has hecho, querida -sonrió el abuelo mientras regresábamos.

Me llevé la mano al pecho:

–Yo no olvidaré lo que me has contado, abuelo, ¡nunca! -y sabía que era cierto.

–Ahora te darás cuenta por qué -hizo una pausa y saludó al cielo con la mano, el rostro inundado de alegría-, ¡para mí no hay extraños!

Para mí no hay extraños

Ann Grifalconi; Jerry Pinkney
Ain’t nobody a stranger to me
New York, Hyperion Books for Children, 2007

El Proyecto CUENTOS PARA CRECER consiste en la publicación de relatos destinados en especial a niños y adolescentes, así como a todos los que encuentran placer en la lectura.

Debido al tipo de historias ofrecidas, este proyecto permite reflexionar sobre una serie de valores considerados esenciales para el desarrollo del carácter, como la tolerancia, la solidaridad, el espíritu de diálogo y la honradez, proporcionando además un valioso instrumento de aprendizaje.

cuentosn@cuentosparacrecer.com

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