Antropocentrismo y otras reflexiones

Federico Chaverri

Federico Chaverri Suárez

Introducción

Se estima que el origen del universo habría ocurrido hace unos 13.700 millones de años. Circunscribiéndonos a nuestro entorno espacial más inmediato, se ha calculado que el origen del planeta Tierra ocurrió hace aproximadamente 4.500 millones de años, no obstante la evidencia disponible parece indicar que las primeras formas de vida aparecieron en los antiguos océanos del planeta hasta unos 1.000 millones de años después, es decir, hace aproximadamente 3.500 millones de años. Estas manifestaciones biológicas iniciales eran, sin embargo, formas unicelulares muy distantes filogenéticamente de los llamados animales superiores, que son formas de vida de una complejidad anatomo-fisiológica mucho mayor y dentro de las que nos encontramos los miembros de la especie humana. La evidencia fósil señala la aparición de lo que los científicos han considerado como los primeros homínidos bípedos hace unos 6 millones de años.

No obstante, el llamado hombre moderno, clasificado taxonómicamente como Homo sapiens, habría aparecido en África hace apenas unos 130.000 años. De éstos, se han catalogado sólo los últimos sesenta siglos como el período histórico de la humanidad, los anteriores aproximadamente 1240 siglos de existencia de nuestros congéneres como especie caen en la nebulosa clasificada como prehistoria.

Se intentará entonces, contextualizar temporalmente y de manera aproximada a la especie humana en el curso de la existencia, usando una escala más fácil de visualizar para nuestro ciclo biológico. Si vista el día de hoy, la existencia total del universo fuera un período de 100 años, la Tierra como planeta habría existido por unos 33 años, la vida en la Tierra se habría iniciado en los últimos 26 años, la aparición de los primeros homínidos tendría cerca de 16 días y la del hombre moderno unas 8 horas, dentro de las cuales el período histórico-cultural de la humanidad correspondería solo a más o menos 20 minutos del total de esa centuria.

Desde luego que datos científicos y antropológicos como los mencionados en los párrafos anteriores no son absolutos e incontrovertibles y como todo el conocimiento humano constituyen sólo una aproximación a la verdad, en virtud de que todo saber siempre puede ser sujeto de “falsación” (Popper, 1985), por ello se dice que “La ciencia no da un saber inmutable y definitivo sobre la realidad” (Gracia, 2002). Pero asumiendo esta aproximación como un elemento válido y la base de un relativo apriorismo necesario para construir algunas ideas, se puede cuantificar mejor la ínfima fracción de tiempo que representa el ser humano en la totalidad universal y contribuir así a justipreciar la relatividad de la importancia de nuestra especie en ese contexto más amplio.

Consideraciones científicas de este tipo, hoy generalmente aceptadas, contrastan con la cosmovisión histórica occidental de base griega clásica y reforzada por la tradición judeocristiana, que coloca al hombre (usado el término en este ensayo en su acepción genérica de individuo de la especie humana) como elemento principal de la creación.

Se ve por ejemplo, como en la interpretación literal y popular del Génesis, Dios crea primero los animales y luego al hombre al que dice: “Llenad la tierra y dominadla; señoread sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo viviente que se mueve sobre la tierra” (1), luego todas las especies animales creadas pasan delante de Adán para que les ponga nombre, con toda la actitud de dominio -legitimada por Dios- que esto supone.

El ser humano creado por Dios es por todo esto categorizado distinto a las demás especies, pero sobre todo por haberlo hecho a su imagen y semejanza, característica que aunque no resulta claro en qué consiste, es algo que no ocurrió con el resto de las criaturas. Esa diferencia se convirtió en un muro que nos separó del resto de los animales y nos colocó en el centro de la creación, por lo menos bajo la tradición judeocristiana dominante en Occidente. A modo de reflexión, se transcribe lo escrito por el filósofo Antonio Marlasca, utilizando lo valorado como un atinente sarcasmo, refiriéndose al mandato divino del Génesis de dominación sobre las otras especies: “A decir verdad, posiblemente no haya otro precepto bíblico que el hombre haya cumplido mejor a través de toda su historia” (Marlasca, 2002).

Con todo esto, en la consolidación cultural occidental “la Iglesia provocó cierto enajenamiento del hombre hacia la naturaleza, determinado por la superioridad de éste, dada su perfectibilidad y semejanza con Dios” (García, 1999) Aún más, pueden identificarse en la historia de la Iglesia no sólo posiciones antropocéntricas, sino también abiertamente excluyentes de los animales, Miguel A. Sánchez cataloga de paradigmática la siguiente afirmación de Tomás de Aquino: “No importa lo que el hombre haga con los animales brutos, ya que todos están sometidos a su potestad por Dios (…) pues Dios no pide cuentas al hombre de lo que hace con los bueyes y con los otros animales”.

Vale la pena destacar, a modo de ejemplo, la estrecha relación que existe entre los textos bíblicos y la concepción creacionista y antropocéntrica del cosmos. Así lo manifestó el reverendo John Lightfoot, Ph.D, vicecanciller de la Universidad de Cambridge, quien en 1654 descubrió, tras una investigación cuidadosa de la Sagrada Escritura que: “el hombre fue creado por la Trinidad el 26 de octubre del año 4004 antes de Cristo, a las 9 de la mañana” (Burns-McNall, 1968). Sin embargo, en contraposición, en el mismo siglo XVII, Galileo confirmaba a través de sus observaciones telescópicas que los cálculos matemáticos de Copérnico eran correctos al establecer que la Tierra giraba alrededor del sol, y no como se había sostenido por mucho tiempo, que el centro del cosmos era la Tierra. Esta comprobación por parte de Galileo fue un duro golpe al narcisismo humano, pues literalmente, descentró al hombre de su posición majestuosa como el centro del universo y lo redujo a una mera partícula de polvo en la maquinaria cósmica infinita.

Pero la historia del desarrollo científico tenía más elementos debilitantes para aquella concepción antropocéntrica extrema. Se dice que existen dos clases de naturalistas: los que buscan las diferencias que hay entre los seres, y que por ello, buscan la pluralidad en la naturaleza y los que buscan las semejanzas, estos últimos persiguen la unidad. Uno de los hitos históricos de los naturalistas que buscan las similitudes ocurrió en el siglo XIX, cuando la Teoría de la Evolución de Charles Darwin equiparó a la especie humana con las otras, es decir, una especie más en el sentido biológico. Darwin logró demostrar la relación evolutiva del Homo sapiens con otras muchas especies actuales y extintas, y “a principios del siglo XXI, los únicos que todavía no aceptan las ideas de Darwin son los fanáticos religiosos conocidos como creacionistas” (Kraus & Pérez, 2007). Actualmente, aunado a lo anterior, la biología molecular ha logrado dilucidar la estructura genómica de diferentes animales, estos nuevos hallazgos hacen cada vez más tenues las fronteras que han separado a las diferentes especies y por supuesto a las que separan a los humanos de los demás animales. Así: “el análisis del ADN de humanos y chimpancés arroja una diferencia de menos del 1% entre ambas especies”, somos “parientes tan cercanos que podemos incluso transfundir sangre o trasplantar órganos de uno a otro” (Riechmann,2005).

La unicidad de la especie se ve reflejada en las características del genoma que es distinto para cada una, así, si es realmente nuestro material genético el que determina, codifica y especifica nuestra condición biológica humana distinta de cualquier otra especie animal, cabe preguntarse: ¿Es esa ínfima diferencia entre humanos y chimpancés suficiente para crear un abismo entre nosotros y los miembros de esa otra especie en cuanto a la consideración de los miembros de esta última como sujetos morales y de derecho? Pareciera cada vez más imperativo para la sociedad contemporánea, si no se puede contestar con claridad a interrogantes como ésta, que al menos sea posible plantearlas considerando los conocimientos biológicos de los que se dispone hoy en día, en vez de seguirlas analizando desde posiciones anacrónicas. Al respecto nos parece ilustrativo lo que apunta Jorge Riechmann: “La diferencia entre el hombre y el chimpancé (nuestro pariente evolutivo más próximo), por ejemplo, no es el salto abismal entre una criatura dotada de alma inmortal por su creador y otra desprovista de ella, sino un límite entre dos seres evolutivos muy cercanos, que comparten un antepasado común hace apenas 5 o 6 millones de años (…)” (2005).

Bajo la perspectiva de las consideraciones anteriores, es necesario replantearse cuestiones éticas de carácter histórico a la luz de nuevos elementos de juicio como lo son los conocimientos científicos, sin perder de vista su carácter no absoluto, pero que en todo caso vienen a enriquecer e ilustrar epistemológicamente, la valoración moral de la que deben ser objeto tales cuestiones. El tema de la relación entre el hombre y los demás animales es uno de estos asuntos y no analizarlo tomando en cuenta todos los elementos disponibles es no sólo omiso, sino injustificable.

A partir de Aristóteles es sabido que “en ética, la decisión depende de la percepción” (Riechmann, 2005), es decir, la cosmovisión o la concepción de mundo que se posea, será determinante en el curso de las acciones a ejecutar. “La cosmovisión vendría a ser el color del cristal con que miramos las cosas” (Marlasca, 2007), de ahí la importancia que tiene el no partir de consideraciones dogmáticas o sesgadas al intentar abordar problemas desde el punto de vista ético, es decir, se hace necesario que esa percepción señalada por el filósofo estagirita sea lo más amplia posible en un afán de justicia y objetividad, colocándonos, si fuera el caso, lo que John Rawls llama el “velo de la ignorancia” (Rawls, 2003), a fin de evitar distorsiones particulares que atenten contra el juicio objetivo. Es claro, sin embargo, que hay factores inherentes a nuestra humanidad que quizá nos resulten ineludibles, pero que por eso deberían al menos intentar ser reconocidos para minimizar el papel distorsionador que pudieran tener en la valoración de la realidad y en la toma de decisiones de carácter ético.

Es conveniente mencionar en esta serie de antecedentes y en el marco de la cosmovisión occidental, al llamado “padre de la filosofía moderna” (Hirschberger, 1974), René Descartes, quien sostenía que los animales son puros autómatas que en virtud de carecer de alma y de razón, no tienen ni siquiera sensaciones y que somos los hombres los que interpretamos sus movimientos como si fueran sensaciones. Esta concepción cartesiana de la animalidad ha sido utilizada como arma para justificar posturas históricas antropocéntricas.

Pero hay que tomar en cuenta que en razón de nuestras propias capacidades biológicas determinantes como seres humanos, tenemos un sesgo propio en nuestra concepción del entorno. Aunque de manera inevitable, este factor puede al menos ser concientizado por el uso de nuestra razón. Quizás no sea sencillo para todos desarrollar un nivel de abstracción que nos permita, como decía el célebre ecologista norteamericano de principios del siglo XX Aldo Leopold, “pensar como una montaña” (2005), pero la conciencia de nuestros determinantes (¿limitantes?) biológicos involuntarios puede contribuir a aumentar la objetividad de nuestros juicios.

Sujetos de consideración moral

Merecer consideración moral haría la diferencia entre ser considerado como un fin en sí mismo o por el contrario, ser tratado de manera puramente instrumental. Se ha estimado que todos los seres vivos son dignos de consideración moral en virtud de “que poseen intereses en la medida en que tienen un bien propio” (Riechmann, 2000). El bien supremo, se propone aquí de manera general, sería el de la vida orgánica de un individuo, como condición necesaria y determinante para su existencia y por lo tanto, para que tenga sentido hacerle sujeto moral y poseedor de cualquier otro bien. Para el caso que nos ocupa -los animales- resulta claro entonces que al tener su propio bien (que como mínimo es su vida como individuos o como conjunto de especie), son fines en sí mismos “y nunca deberían ser tratados como meros instrumentos” (Riechmann, 2005). Pero también para el caso particular de los animales se cree que hay una diferencia muy importante con respecto a otros seres que poseen el bien de la vida y es que los animales son seres sintientes, es decir, que tienen la capacidad de sentir.

Animales sintientes

En este punto resulta conveniente plantear ¿qué significa sentir?, para lo cual es necesario transcribir algunas de las definiciones proporcionadas por el Diccionario de la Real Academia Española: “Experimentar sensaciones producidas por causas externas o internas (…) Experimentar una impresión, placer o dolor corporal” (RAE, 2001). De acuerdo con lo anterior, la capacidad de sentir está ligada a los órganos de los sentidos a las terminales sensoriales que, desde el punto de vista fisiológico no interpretan los estímulos que reciben, sino que los transforman en impulsos eléctricos que, en general, viajan hacia un órgano neurológico central que decodifica esos impulsos en información que genera una respuesta determinada. Todo esto implica la necesidad de un sistema nervioso para que sentir sea posible, esta característica es propia de los animales.

A propósito, la definición de animal propuesta por el referido Diccionario: “Ser orgánico que vive, siente y se mueve por propio impulso.” (RAE, 2001) Se destacan en esta definición las palabras vive y siente, que como se ve, son determinantes para la existencia y la definición de los animales, enunciación amplia en la que por cierto los seres humanos cabemos sin lugar a dudas.

Pero quizás el carácter sintiente, la vida y el movimiento no sean las únicas características compartidas entre el hombre y los demás animales. Para el racionalismo kantiano, según la explicación que hace Wendt, “en los monos pudo nacer por fuerza de la lucha por la existencia un órgano para uso de la razón (…) el tan apreciado cerebro del hombre no era más que un órgano animal transformado por influencias animales” (Wendt, 1973) El filósofo de Königsberg hacía estos planteamientos décadas antes de la propuesta darwiniana sobre el origen de las especies, la cual se publicó más de medio siglo después de la muerte de Kant.

Agente moral y paciente moral

Ahora bien, dotar a los seres vivos de un significado moral, no necesariamente implica que no pueda hacerse una categorización moral entre los diferentes organismos. Riechmann, sostiene que es posible hacer una distinción entre dos tipos de sujetos de consideración moral: el agente moral y el paciente moral. Si bien es cierto, a ambos se les haría objeto de moralidad, del agente moral se espera además un papel moral activo, es decir, una actuación moral que es posible “sólo [en] los seres humanos en posesión de una serie de capacidades morales básicas como lenguaje articulado, autoconciencia plenamente desarrollada, racionalidad práctica, etc.” (Riechmann, 2000). Como puede verse, bajo esta perspectiva los animales no humanos y ciertos seres humanos como los niños y los discapacitados mentales, no cumplen estas condiciones y no podría esperarse de ellos el que sean agentes morales, pero en razón de poseer un bien propio serían pacientes morales, es decir, receptores de acciones morales de parte de los agentes morales.

Otro elemento importante a mencionar es el especieísmo o especismo, el cual puede definirse como la discriminación de un ser vivo por su sola pertenencia a una determinada especie (Singer, 1999). Generalmente, cuando el ser humano tiene esa posición especieísta, la asume con un sesgo a favor de su propia especie.

Ahora bien, en nuestra opinión con el especieísmo ocurre que, la sola realidad de pertenecer a nuestra especie vendría a determinar que el ser humano tienda a priorizar a sus congéneres. Un razonamiento histórico natural distinto a ese por parte del hombre moderno y los homínidos anteriores, probablemente, no hubiese permitido que la nuestra sea hoy una especie exitosa, es decir, el interés por nuestra propia especie es necesario para asegurar su subsistencia, y, es probablemente un rasgo compartido con muchas de las demás especies animales, como parte de un mecanismo involuntario que permite que triunfe en la historia evolutiva, por lo cual, hacerlo de manera proporcionada a tales fines no resulta, particularmente, egoísta o éticamente condenable.

Sin embargo, es muy probable que siendo los seres humanos, quienes a partir de su condición racional, producimos conocimientos y pensamientos abstractos, como vienen a constituirlo los mismos planteamientos de problemas éticos, resulte casi imposible distanciarse durante ese proceso de la realidad (o sesgo) especieísta y antropocentrista que nos determinan. No obstante, como una de las especies dominantes en este momento de la historia natural de la vida en el planeta y como poseedores en apariencia, de una inteligencia y un razonamiento superiores, estamos en ese sentido, en un plano distinto al de cualquier otra especie, lo que nos permite hacer una valoración diferente de los intereses de la humanidad por encima de los de los demás animales. Por esta particularidad y considerando que la responsabilidad debería ser directamente proporcional al poder, nuestro predominio como especie y su característica distintiva del racionamiento, también llevan implícito el tener que cuestionar nuestras acciones yendo más allá del mero instinto de supervivencia, reproducción y propagación de la propia especie que compartimos con los demás animales.

Otros argumentos

Además del carácter sintiente y por ello la capacidad de sufrir y de sentir placer, se han postulado algunos criterios adicionales para dotar de algún estatus moral a los animales.

El historiador norteamericano hebreo Charles Patterson, citado por Alicia Martín Melero en su ensayo “Modernidad, humanos y animales: reflexiones en torno al concepto de Holocausto” (2008) hace una interesante conexión entre la mecanización de la producción animal en Estados Unidos y la “Solución final” hitleriana. Sostiene que “las prácticas llevadas a cabo en los mataderos norteamericanos, sirvieron como modelo a los nazis para idear los campos de exterminio y planear el genocidio de millones de personas” (Martín, 2008). Interrelaciona además, prácticas aplicadas en animales como la castración, la marca con hierro ardiente, el encadenamiento, con las técnicas usadas con los cautivos para su sometimiento en las sociedades esclavistas. De acuerdo con esto y continuando con la cita de Patterson se “pone de manifiesto que la ética de la dominación humana hacia los animales sirvió de legitimación para maltratar a aquellos humanos considerados de naturaleza animal” (Martín, 2008).

Es evidente que esta valoración es ciertamente antropocéntrica, pues propone modular el daño a los animales, sin considerar a éstos como fines en sí mismos o al hecho de quitarles la vida como un acto éticamente condenable, sino como un mero factor de riesgo para los intereses de grupos humanos. El razonamiento sería algo así como esto: no se maltrate o asesine a los animales en función del peligro que significa el hecho de que hacerlo, permita la legitimación de actos de ese tipo contra seres humanos.

Otras razones, en este caso intrínsecas a los animales para dotarlos de consideración moral, son las que expone Sánchez. En primer lugar, apunta que el “estar vivo” constituye una razón válida, esta tesis llamada “biocéntrica” ha sido representada por Albert Schweitzer quien ha dicho: “La ética no es otra cosa que el respeto por la vida” y que con referencia a la ética animal en Europa escribió: “Como la mujer que, después de haber fregado el suelo, cuida de que la puerta del cuarto quede cerrada para que no entre el perro y lo ponga todo perdido con las huellas de sus patas, de igual manera los pensadores europeos montan guardia para que ningún animal les corretee por la ética” (Riechmann, 20057) Además, en segundo lugar Sánchez indica que el hecho de “ser único o constituir un todo irremplazable” (2002), también puede conferir un estatuto moral. Sostiene, eso sí, que los animales “tienen algo de repetible, tanto más cuanto más inferiores” (2002) y califica a este punto de vista como “holista”, bajo el cual el interés es sobre la especie, no sobre los individuos. En esta forma de antropocentrismo se le da un valor al ser no humano, pero utilizando consideraciones humanas para estimar igual o más a uno u otro animal. La misma forma de razonamiento podría aplicarse para el uso que como sujetos reemplazables hacemos de los animales criados por el hombre para servirle como alimento, vestido, sujeto de experimentación y en menor grado, de compañía. Tomando en cuenta la definición del término animal antes citada, desde un punto de vista semántico tan animal es un pez entre miles de un cardumen o un pollo entre miles de una granja, como nuestra más cercana mascota o el chimpancé con más de un 99% de coincidencia genómica con el humano y finalmente, nosotros mismos. Siendo así, ¿Qué tan reemplazables seríamos?

¿Plagas o animales?

A propósito de este tipo de valoración humana subjetiva entre los diferentes tipos de animales y en especial cuando se consideran en masa y no individualmente; se quiere traer a colación el caso de los animales considerados como plagas. Hay que empezar por definir plaga: “Aparición masiva y repentina de seres vivos de la misma especie que causan graves daños a poblaciones animales o vegetales” (RAE, 2001). Dentro del concepto de seres vivos cabe, evidentemente, el de animal, entonces ante una situación determinada: ¿es equis animal, además, una plaga?, ¿cómo afecta dicha valoración nuestro juicio moral sobre él?

Desde la valoración humana y por la construcción social formada alrededor de una especie, la definición de plaga muchas veces puede parecer bastante obvia como en el caso de las cucarachas o las moscas, pero cuando consideramos otras especies, eventualmente la diferencia entre pensar en plaga o únicamente en animal se hace menos evidente. Por ejemplo, mientras un ratón blanco (albino) de la especie Rattus rattus puede ser una tierna mascota para un niño, una población de cientos de otros ratones de la misma especie en el sistema de alcantarillado de una ciudad, pueden ser objeto de exterminio para proteger la salud de ese mismo niño. Se justifica la destrucción de muchos individuos de la especie, pero se protege una vida individual en función del valor relativo que el ser humano asigna en uno y otro caso. Es decir, los intereses especiecistas, a favor del hombre estarían permitiendo efectuar acciones contrarias con los ratones. Que uno viva o que mueran muchos, dependerá de la valoración antropocéntrica que se haga de la situación particular.

Ahora, si se toman en cuenta las consideraciones mencionadas y estuviésemos dispuestos a conceder, al menos hipotéticamente, un estatuto moral a los animales que sea cercano o equivalente al nuestro, se debería hacer el ejercicio moral de colocarnos en su lugar; es decir, de reconocer en individuos de esa especie a un Otro, “Otro como una alteridad que constituye el contenido mismo de lo Otro” (Levinas, 2006). Luego de esto, haciendo referencia a la definición de plaga, se debería también valorar si considerando como repentino (por reciente) nuestro surgimiento como especie en la historia natural de la vida en la Tierra y el daño que le hemos ocasionado, ¿no somos los humanos acaso la más dañina plaga del planeta? Si seguimos el postulado kantiano, el imperativo categórico, aplicándolo en forma estricta y partiendo del supuesto de conceder al animal un valor moral parecido al del humano, el juicio ético operaría en ambos sentidos, pudiendo nosotros ocupar el lugar de la especie humana o el lugar de la especie animal. ¿Justificaríamos desde ese punto de vista el exterminio de la plaga humana? De manera muy semejante, en línea con el imperativo categórico, la máxima moral cristiana que sostiene que “no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti”, supone una identificación con el Otro para asumir su realidad, su contexto y colocarse en su lugar a la hora de hacer la valoración moral de un acto. El meollo del asunto aquí sería hasta dónde estamos dispuestos a buscar correspondencia entre los humanos y los animales como sujetos de consideración moral, es decir: ¿cuál es el alcance de los demás en la máxima cristiana?

Ampliación de la comunidad moral

Es oportuno hacer algunas consideraciones sobre el proceso histórico occidental de ampliación de la comunidad moral. En el pensamiento aristotélico se puede fácilmente establecer una valoración antropocéntrica de la comunidad moral bastante restrictiva, pues solo incluía como actores morales a los varones ciudadanos de la polis, excluyendo a las mujeres, a los niños y a los esclavos, así como a los bárbaros que eran los seres humanos no griegos. En esta concepción, evidentemente, los animales no formaban parte de su filosofía moral, Aristóteles sostenía que: “Es sensato, pues, no atribuir la felicidad al buey, ni al caballo, ni a ningún otro animal (…) tampoco la felicidad se atribuye a un niño” (Aristóteles, 2003). La felicidad sólo es atribuible al hombre. Por el contrario, John Stuart Mill en el siglo XIX afirmó que: “Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer” (Mill, 2007), entonces la existencia de dolor o de placer y su ausencia serían para Mill los determinantes de lo que significa ser feliz o ser infeliz. La exclusión que hace Aristóteles de los animales como sujetos con capacidad de sentir felicidad pareciera desde este punto de vista injustificada, pues es claro que los animales, en tanto que seres sintientes, son capaces de sentir dolor. De hecho, argumenta Jesús Mosterín:

Placer y dolor cumplen una función cibernética: orientan al organismo, lo acercan a lo que le conviene y lo alejan de lo que le perjudica…”, lo cual es fácilmente observable en los animales, y continúa: “(…) los animales (los mamíferos por lo menos) tienen un sistema nervioso del mismo tipo que el nuestro; las mismas endorfinas y sus receptores neuronales que nosotros poseemos se han encontrado en los sistemas nerviosos de todos los vertebrados investigados (Mosterín, 1995).

No en vano, el VI principio de las Normas Internacionales para la Investigación Biomédica con Animales, emitido por el Consejo de Organizaciones Internacionales de Ciencias Médicas, reza: “Los investigadores deben suponer que los procedimientos que causan dolor a los seres humanos también lo causan a otros vertebrados, aunque se necesita conocer mejor la forma en que los animales sienten el dolor” (Galindo, 1999). Es importante, además, subrayar que la Organización Mundial de Sanidad Animal (OIE) señala al dolor como uno de los índices a considerar en el Bienestar Animal, y, que en ese sentido no se limita al dolor físico, sino que señala que se deben contemplar: “…estados afectivos: los aspectos sensoriales y emocionales que resulten en un pobre bienestar para el animal” (Mellor, 2008).

Pero volviendo a las premisas aristotélicas antes citadas, se observa como la concepción griega clásica fue determinante en el pensamiento occidental a lo largo de los siglos, y según ya se ha explicado, valores semejantes a esas consideraciones fueron difundidos por la tradición judeocristiana consolidando su importancia en la cultura occidental. Tales valores se vieron reforzados por otros factores como la legitimación de éstos a través de modelos políticos, filosóficos y científicos concordantes con esa cosmovisión, que calaron profundamente en una mentalidad cultural perfectamente identificable hasta nuestros días. Kant es un representante digno de esa concepción cuando sostiene que: “la voluntad de un ser racional (…) es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto” (Kant, 2005), limitando entonces el bien al ámbito de la racionalidad que históricamente, se ha auto-atribuido el ser humano. En cambio, en el proceso de culturización occidental quedaron un tanto relegadas otras posiciones helénicas un poco más sensibles a los determinantes placenteros como el epicureísmo o filosofía hedonista cuyo fundamento se basa en el principio de “el placer como fin” (Hirschberger, 1974), que es una posición más emotiva que racional, en donde la posibilidad de menos razón y de más sentir hubiera podido ser un poco más inclusiva para el carácter sintiente que compartimos hombres y animales, y no limitar la comunidad moral únicamente para los humanos en virtud de su autoproclamada capacidad exclusiva de raciocinio. En relación con esta concepción emotivista en contraposición a la racionalista, dice José Vicente Mestre Chust: “Existe, otra versión, que consiste en juzgar las acciones por sí mismas, pero no de forma racional, sino considerando las emociones que nos producen, que serían las que nos llevarían a juzgar una acción. Es lo que se ha venido a llamar Emotivismo Moral.” (2003).

La expansión mundial de los valores occidentales dominantes que se habían asentado en toda Europa, ocurrió a partir del siglo XV cuando algunos de sus países se transformaron en potencias colonizadoras, debido a la necesidad de expandir los horizontes comerciales y a las posibilidades tecnológicas que permitieron travesías interoceánicas. De alguna manera, la idea griega de ciudadano que excluía a los bárbaros, se adaptó perfectamente al proceso de marginación que consideraba como extraños morales a quienes a nuestro juicio fueron vistos entonces como “nuevos bárbaros”, que resultaban ser los pobladores de los continentes que fueron sometidos y que para su infortunio, tenían características fenotípicas distintas a las de los europeos. Así, por ejemplo, la esclavización de las etnias africanas, resultaba justificable, si no se reconocía en aquellos algunos rasgos de humanidad, y por el contrario, se les concebía como animales primarios, pues el animal, como los “bárbaros” de Aristóteles no era digno de consideración moral alguna. Igualmente, desde el punto de vista práctico y salvo algunos casos excepcionales, con la exclusión histórica de la mujer, (que constituye el 50% de la humanidad), no se les concedió ningún derecho de manera efectiva, sino hasta los movimientos feministas del siglo XX.

A modo de reflexión y como contraste de la visión europea predominante durante la conquista del continente americano se trae a colación un extracto de la carta atribuida al jefe indio Seattle redactada en 1855 en ocasión de la oferta hecha por el presidente de los Estados Unidos para comprar sus territorios: “la Tierra no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la Tierra (…) Todas las cosas están relacionadas entre sí como la sangre que une a una familia (…) Lo que hiere a la Tierra hiere también a los hijos e hijas de la Tierra. No fue el hombre el que tejió la trama de la vida: él es sólo un hilo de la misma. Todo cuanto haga con la trama se lo hará a sí mismo.” (España, 2008).

Fue al transitar por el paradigma tradicional occidental racionalista, que éste se ha entronizado como un verdadero absolutismo moral (2) en contra de otras posturas más abiertas e incluyentes (3), que poco a poco, a través de la puesta en práctica de ciertos derechos, se ha ido incorporando, progresivamente, a grupos marginados históricamente de la comunidad moral.

De esta forma, los seres humanos discriminados en razón de su etnia o de su género, han empezado a ser reconocidos como personas con plena potestad, y en especial con el derecho de ser considerados sujetos morales activos. De igual forma ha sucedido en el caso de las mujeres, incorporación que sin duda ha transformado aún más todos los aspectos de la convivencia humana. Ahora bien, en este proceso de cambio inclusivo en las concepciones éticas ¿existe cabida para los animales no humanos? Establezcamos con Peter Singer algunas similitudes:

El racista viola el principio de igualdad al dar más peso a los intereses de los miembros de su propia raza cuando hay un enfrentamiento entre sus intereses y los de la otra raza. El sexista viola el mismo principio al favorecer los intereses de su propio sexo. De modo similar el especista permite que los intereses de su propia especie predominen sobre los intereses esenciales de los miembros de otras especies. El modelo es idéntico en los tres casos. (1999)

Partiendo de tal analogía, en la dinámica discriminatoria pareciera posible que determinados factores que abrieron los espacios para ir abandonando las otras exclusiones de la comunidad moral, podrían posibilitar la incorporación de los animales. Revisemos algunos de esos factores:

Para el caso que nos ocupa específicamente, señala Diego Gracia que bajo lo que él llama el “Paradigma Racionalista o Antiguo” hay hacia los animales obligaciones “imperfectas o de beneficencia, nunca perfectas o de justicia. Dicho de otro modo, los animales no son seres morales, pero los seres humanos sí lo son” (Gracia, 2002). En cambio bajo lo que denomina el “Paradigma Emotivista o Moderno” se empieza a dar un valor positivo a las emociones y a los sentimientos en la vida humana, lo cual permite valorar a los animales de una manera distinta. Continúa señalando Gracia: “los animales tienen emociones y además inteligencia en cierto grado o hasta un cierto nivel. Por tanto, la diferencia entre el ser humano y el animal no es esencial sino gradual; no es una diferencia de esencia sino de grado.” (Gracia, 2002). La consecuencia que luego señala es que:

La perspectiva cambia completamente (…) porque no está tan claro que los animales no sean seres morales en algún sentido (…) Son hasta cierto punto inteligentes y desde luego tienen afectos y emociones. Esto significa que podrían y deberían ser incluidos en la clase de los seres morales. Lo cual nos obliga a respetarlos, de un modo quizá no idéntico, pero sí similar al respeto que debemos a los seres humanos (…) nuestros deberes para los animales no son ya imperfectos o de beneficencia, sino perfectos o de justicia. Dicho de otro modo, no sólo tenemos deberes para con ellos, sino que ellos también tienen derechos. (Gracia, 2002)

Revisando ese proceso de evolución del pensamiento desde los cuatro principios de la Bioética postulados por Beauchamp y Childress, opinamos que la consideración para con los animales deja de ser tan elemental y simple como un no hacerles daño en razón de constituir seres sintientes (Principio de No Maleficencia); para pasar a procurar su bienestar (Principio de Beneficencia) por una obligación moral generada por nuestras emociones hacia ellos, ya que éstas dejan de verse como distorsiones de la razón al comenzar a ser reconocidas como un determinante de moralidad. Luego, otorgándoles que solamente poseen una diferencia de grado con los humanos -ya no de esencia al estilo del Génesis bíblico- se llega a identificar en ellos el derecho a que se les tenga respeto de una manera análoga a la que se le tiene a un ser humano, esto es el Principio de Justicia aplicado a los animales. En cuarto lugar, el Principio de Autonomía se respetaría en tanto se intente minimizar nuestro sesgo antropocéntrico para tratar de hacer como humanos una interpretación lo más objetiva posible del interés animal (dentro de las limitaciones ontológicas del caso), determinadas por nuestra condición humana y el carácter no absoluto del conocimiento. En las instancias humanas tal interés es imposible de ser representado por sí mismo para el individuo animal, por lo que correspondería al hombre asumir la responsabilidad de representar esa autonomía, entendiéndose así en el animal una autonomía subrogada en el ser humano.

Esta inclusión de los animales en la comunidad moral y la comparación con la integración paulatina de grupos humanos excluidos, era ya planteada por el clásico utilitarista Jeremy Bentham en 1789 quien citado por Riechmann señala:

Es probable que llegue el día en que el resto de la creación animal pueda adquirir aquellos derechos que jamás se le podrían haber negado a no ser por obra de la tiranía. Los franceses han descubierto ya que la negrura de la piel no es razón para que un ser humano haya de ser abandonado sin remisión al capricho de un torturador. Quizá un día se llegue a reconocer que el número de patas, la vellosidad de la piel o la terminación del os sacrum son razones igualmente insuficientes para dejar abandonado al mismo destino a un ser sensible. ¿Qué ha de ser, si no, lo que trace el límite insuperable? ¿Es la facultad de razón o quizá la del discurso? Pero un caballo o un perro adulto es, más allá de toda comparación, un animal más racional, y con el cual es más posible comunicarse, que con un niño de un día, de una semana o incluso de un mes. Y aun suponiendo que fuese de otra manera, ¿qué significaría eso? La cuestión no es si pueden razonar, o si pueden hablar, sino ¿pueden sufrir? (Riechmann, 2005)

También han sido establecidos paralelismos entre la defensa de los animales y los movimientos feministas por los puntos comunes que pueden encontrarse en su proceso de incorporación al mundo de la ética como sujetos de consideración moral. Sostienen González y Rodríguez: “no hay que olvidar que el largo debate acerca de si las mujeres poseían o no alma fue paralelo con una discusión similar acerca del estatuto moral de los animales” (González et al, 2008).

Como puede verse, muchos de los factores excluyentes como sujetos de consideración moral para ciertos grupos humanos en razón de su etnia o sexo, pueden señalarse como compartidos con los demás animales no humanos, para hacer valoraciones que impidieran o limitaran a priori y por siglos, su incorporación a la comunidad moral, con mayor o menor posicionamiento dentro de ésta. No obstante, esos mismos factores comunes pueden favorecer ahora, con una sensibilidad renovada, que los animales dejen de estar fuera de cualquier consideración moral y que también se haya ido consolidando una mayor preocupación por la definición de su estatuto moral. De esta manera con la sensibilidad y los conocimientos contemporáneos, hoy sería difícil sostener la posición cartesiana de que los animales son meros autómatas, esas “máquinas” de Descartes, sobre todo para el caso de los animales superiores más evolucionados, que resultaron no sólo sentir en una forma primitiva de reacción al dolor, sino que además tienen placer y emociones, se ha comprendido su inteligencia y además se ha atenuado su distancia biológica con el Homo sapiens por la conexión evolutiva demostrada por Darwin, que los une a los seres humanos.

Conclusiones

Hegel en el prefacio de su obra “Líneas básicas de la filosofía del Derecho” dice: “…la filosofía no consiste en otra cosa que en hacerse cargo de su época mediante el pensamiento”. (citado por Riechmann, 2005) Haciendo eco de ello y partiendo de un abordaje acorde a la realidad de nuestros tiempos, a la filosofía y consideramos que de manera más puntual a la ética e hilando más fino, a la bioética, considerada de forma amplia y multidisciplinaria; corresponde ocuparse de la relación responsable entre el hombre y los animales, en donde el bienestar animal debería ser prioridad en razón de los motivos expuestos, para visualizar a los animales como dignos de ser objeto de consideración moral y de derecho.

Contextualizando a la especie humana en la inmensa realidad temporal y espacial universal, resulta evidente que representamos una fracción muy pequeña. No obstante, esa fracción constituye nuestra propia totalidad y la percepción del mundo que tenemos desde nuestro intrínseco y probablemente inevitable antropocentrismo biológico, necesariamente determina la cosmovisión que cada grupo humano o aún cada individuo desarrolla para hacer las más diversas valoraciones morales. A pesar de los determinantes biológicos en común que compartimos todos los miembros de nuestra especie, sorprende la diversidad de opinión y pensamiento que es capaz de generar la mente humana. Así, la coexistencia de diferentes visiones de mundo entre sociedades y aún dentro de éstas, es una característica identificable en el ser humano a lo largo de todo su período histórico.

Tratando de compendiar y en concordancia con autores citados en este artículo, en la civilización occidental se han distinguido, desde los tiempos de los antiguos griegos, concepciones calificables ya sea como racionalistas, o bien como emotivistas en la consideración de la realidad y a partir de ahí, también en la generación de valoraciones morales. Desde ese punto de vista, en nuestro escenario histórico-cultural, la primera de estas concepciones es la que más ha predominado y ha establecido una clara relación antropocéntrica entre el ser humano y los demás animales y la naturaleza. A pesar de esto y como parte de la pluralidad del pensamiento humano han existido posiciones en donde los sentimientos no solamente no se consideran como elementos de distorsión para la generación de valoraciones morales, sino más bien como fundamento de las mismas.

Si bien es cierto que el modelo histórico preponderante parece haber consolidado a la especie humana en una posición de dominación en este momento de la historia natural, también es lo que ha permitido y legitimado una depredación excesiva de los recursos naturales, que hoy sabemos, pone en riesgo al propio ser humano.

Desde la amenaza a las ya reducidas poblaciones silvestres de los grandes simios africanos, hasta la extinción total del sapo dorado en las montañas de Monteverde en Costa Rica, el hombre no ha podido seguir siendo indiferente a esa realidad y ha visto inevitablemente identificada su animalidad con las especies en peligro o ya perdidas para siempre. Un aparente aumento de la conciencia mundial en torno a estos temas parece indicar que los seres humanos nos vemos reflejados en la especie extinta o amenazada, y con temor identificamos para nosotros mismos una posibilidad de destino compartido que nos acabe como especie. La sola comprensión de la eventualidad de ese trágico destino común podría ayudar a situarnos mejor en ese contexto mayor que compartimos con los demás seres vivos y redefinir con ello, la relación entre nuestra especie y las demás, especialmente con las que tenemos filogenéticamente más cercanía y con las cuales resultaría más fácil una identificación solidaria.

Tomando en cuenta la evolución histórica de los dos paradigmas mencionados por Diego Gracia (2002), el “racionalista o antiguo” y el “emotivista o moderno”, así como la redefinición de las posiciones que se han venido generando, en especial a partir de los últimos tres siglos, pero mayoritariamente en los siglos XX y XXI; esto debería llevarnos a lo que el autor llama “un nuevo paradigma (…) que asume características de ambos, pero intenta ir más allá de ellos” (Gracia, 2002), en esta nueva realidad, sostiene que “es frecuente que en el orden emocional estemos convencidos de la necesidad del respeto a la naturaleza, pero en el intelectual sigamos defendiendo un antropocentrismo riguroso y exclusivista” (Gracia, 2002).

Posiblemente, ante el encasillamiento que históricamente y de manera no pocas veces prejuiciosa, se ha hecho del interés por el bienestar animal y de la ética para con los animales con posiciones “poco serias intelectualmente” (Riechmann, 2005) particularmente en el ámbito hispánico; sentimentales o propias de una minoría esnob que sigue corrientes que carecen de una fundamentación ética e histórica sólidas; Peter Singer busca sustentar un balance entre los elementos de las dos corrientes históricas citadas en el párrafo anterior y dice en el prólogo a la edición de 1975 de su ya clásica obra Liberación Animal: “En ninguna parte del libro evoco las emociones del lector si no pueden apoyarse en la razón” (Singer). Esa construcción integradora pareciera ejemplificar el nuevo paradigma propuesto por Gracia.

Es de nuestro interés y constituye el objetivo primordial de este documento, el que algunos elementos aportados en este ensayo resulten útiles para ayudar a fundamentar la consideración que estos temas deben tener dentro del ámbito de estudio y acción de una bioética ampliada, que vaya más allá de aquella estrictamente “medicalizada” que quedaría en deuda con la mayor parte de la biosfera.

Aunque anteriormente se ha citado a Kant como ejemplo del racionalismo, quisiera cerrar con una cita suya de la obra Lecciones de ética que cita Riechmann: “Se puede, pues, conocer el corazón humano a partir de su relación con los animales” (citado por Riechmann, 2005).

Notas:

1. La Santa Biblia: Versión del R.P. Serafín de Ausejo. (1996). Buenos Aires: Perfil
2. “En la historia del pensamiento hay que distinguir dos grandes corrientes (…) los que llamamos –simplificando forzosamente-, defensores del absolutismo moral: Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos, San Agustín, Tomás de Aquino, etc. (…) hasta Kant” (Lara, 2009)
3. “…están los que rehúsan el absolutismo moral y son partidarios de alguna forma de relativismo. Entre ellos los sofistas, la espléndida filosofía epicúrea y sobre todo la corriente “emotivista”. Los emotivistas parten, no de la lógica, sino de las emociones. Empezando por Spinoza [quien] localiza en las emociones el origen de la norma moral. Continuando por Hume, que afirmaba que los fundamentos de la moralidad son algo innato que se encuentra profundamente inscrito en los sentimientos de la persona. Y tras Hume, Bentham, John Stuart Mill y los utilitaristas” (Lara, 2009)

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2 comentarios

  1. Gloria Suárez López

    El artículo me encanto, me enseño y recordó que debemos siempre recordar que un ser vivo, como ser vivo debe ser reconocido como un legitimo otro.

    Lograr introducir esto en nuestra sociedad, empieza por respetar al ser humano, que hoy en día se les lesiona sus derechos, de vida, de decisión. Hoy en el periódico la «Nación» dice: Gente que trafica con gente, engaña a las niñas, etc…. que las Nacionales Unidas les llama nuevas de esclavitud…
    La sociedad capitalista, inhumana, despiadada, donde sobre sale la barbarie, ha permitido que el ser humano como especie conozca lo que es la el poder del PODER.

    Tenemos gracias a la vida¡¡¡ hombres que piensan¡¡¡¡ gracias a ellos¡¡¡

    • Buen texto en general. Serio, interesante e intelectualmente honesto. Mi gustaría, no obstante, formular varios objeciones y observaciones referentes a algunos puntos concretos del mismo, pero para no extenderme, me limitaré sólo a uno:

      La biología puede dar una *explicación* al antropocentrismo, ciertamente, pero en modo alguno puede servir como *justificación* para el mismo. De manera análoga, y sólo para que nos entendamos, la biología puede explicar también lo impulsos sexuales que inducen a un hombre a violar a una mujer, pero no sirve como argumento para justificarlo.

      La sola realidad de pertenecer a nuestra especie puede determinar que el ser humano tienda a priorizar a sus congéneres, pero ese mismo razonamiento serviría igualmente en favor del racismo, el sexismo, el etnocentrismo, la xenofobia o cualquier otra forma de discriminación moral que nos induzca a inclinarnos hacia aquellos individuos con quienes más identificados nos sintamos, siendo en todos los casos también un “mecanismo involuntario” que nos permite triunfar “en la historia evolutiva”.

      Precisamente nuestra condición de seres racionales y agentes morales nos obliga a determinar nuestra conducta en base a la razón y la objetividad, y no en nuestras inclinaciones personales. Ignorar voluntariamente esto sí representa un acto “egoísta y éticamente condenable”.

      Sabemos que el resto de animales son *sujetos*, *individuos*, *personas* en definitiva, por lo que actuar con ellos como si fueran *objetos*, esclavizándolos, asesinándolos, y explotándolos y sometiéndolos a nuestra voluntad, es una flagrante e incuestionable violación de los principios morales más elementales. Dejar de hacerlo, por cierto, resulta extraordinariamente sencillo. Los millones y millones de veganos que somos ya en todo el mundo podemos dar buena fe de ello.

      Saludos.

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